lunes, 30 de marzo de 2009

TRABAJO



El hombre, ha sido creado ut operaretur (Gen 2, 15), para trabajar, para dominar la tierra.

Dios ha querido que el hombre sea el señor de la tierra, y de las cosas de la tierra.

En el trabajo se hace patente el señorío de cada uno. Dominar las cosas y no que las cosas nos dominen a nosotros.

San Josemaría nos habla del trabajo como palestra. El lugar donde se lucha.

En latín significa gimnasio: lugar donde la juventud se adiestraba en la lucha y realizaba ejercicios gimnásticos.

Dios nos ha traído a este mundo para que nos perfeccionemos, seamos santos en la palestra.

Es en este gimnasio donde luchamos, y donde cultivamos el espíritu.

Nunca he tenido la oportunidad de ir a un gimnasio, aunque cada vez está más de moda.

Por lo que me cuentan, ahí se va a fortalecer los músculos con una serie de aparatos más o menos sofisticados.

Recientemente me contaba mi hermano de una sobrina mía que fue a un gimnasio.

A ésta le gusta el fútbol y, por lo que dicen, juega bastante bien. Pero de gimnasios no tiene ninguna experiencia.

El hecho es que fue a uno para acompañar a otra persona que tenía que hacer rehabilitación y, como se aburría, decidió hacer ejercicio.

Se subió a un aparato que vio y empezó a ejercitarse. Ella contaba que estaba algo incómoda pero lo atribuía a la falta de práctica.

Hasta que llegó el encargado del local y le dijo:
señorita, se ha subido usted al revés. Haga el favor de bajarse que me va a romper el aparato.

La palestra, el gimnasio, se llama para nosotros trabajo: allí fortalecemos, con ejercicio las virtudes.

Aprendemos la paciencia, la prudencia, la fortaleza, el orden, el sentido de responsabilidad, la laboriosidad.

Y gracias al trabajo, poco a poco nos vamos pareciendo cada vez más a Dios.

Éste es el motivo por el que hemos de amar el trabajo que tenemos: porque es el instrumento que utiliza Dios para hacernos como Él.

Así se entiende muy bien que la vocación profesional es parte integrante de nuestra llamada.

El Opus Dei acoge y encauza el hecho hermosísimo de que cualquier estado y cualquier trabajo profesional, siempre que sea recto y persevere en esa rectitud, puede llevar a Dios.

Cualquier labor puede llevar a Dios.

La imaginación puede hacernos creer, que eso está reservado a algunos trabajos como los de los curas, los teólogos y quizá algunos médicos.

¿Cómo me va a llevar a Dios el estudio de la resistencia de los materiales o del derecho administrativo tres?

¿Cómo me va a llevar a Dios la recogida de basuras o la atención de una ventanilla del INEM o la caja de Mercadona?

Y, precisamente, lo que Dios quiere es que santifiquemos el trabajo que cada uno tenemos, y no otro.

Porque, siguiendo con el razonamiento podríamos preguntarnos en el lugar de San José:

¿Cómo me van a llevar a Dios los martillazos de una carpintería? Si fuese rabino o escriba todavía, pero siendo carpintero...

Y, sin embargo es el trabajo que quiso desempeñar el Salvador durante treinta años.

Porque fue gimnasio para Jesucristo, se convirtió en Redención... a base de poner mucho amor al Padre.

Señor, ¿cómo lo hiciste? ¿cómo lo puedo hacer yo?

Pues vamos a meternos en el taller de Nazaret y a aprender y a disfrutar.

Cómo nos gusta ver allí a Jesús, sudando de la fatiga. Porque, no nos hagamos ilusiones: el trabajo cansa.

Pero el cansancio no es incompatible con que nos lleve a Dios. Todo lo contrario.

Quizá encontraremos mejor al Señor en nuestro trabajo cuando nos decidamos a cansarnos sin reservas, a dar todo lo que podemos dar.

Cómo nos gusta verle trabajar como un auténtico profesional: no habría otro mejor que Jesús el artesano.

Porque para que el trabajo nos lleve a Dios, es condición indispensable que sea de calidad.

Tenemos que aspirar a hacer nuestro trabajo lo mejor posible.

Y esto se consigue si tenemos una actitud de fondo de personas laboriosas y responsables.

No la de los que los domingos por las tardes son deprimentes porque al día siguiente es lunes.

No la de los que buscan escurrir el bulto lo más posible rebajando el horario o escaqueándose cuando aumenta la labor.

No la del que va al trabajo como cordero llevado al matadero.

Es bueno que pensemos si se puede decir que somos los mejores profesionales.

Eso quizá es difícil de precisar.

Pero así como la riqueza de un país se mide por el producto interno bruto, así nuestro trabajo tiene que contabilizarse por horas, en primer lugar.

La necesidad de dedicar muchas horas a nuestra tarea, estar "pringados hasta los codos".

No tendría que a un hijo de Dios le sobrara el tiempo.

Y no horas de estar en el trabajo.

Como lo que cuentan –seguro que no es cierto– de una oficina de funcionarios donde había muchos empleados.

Llegó uno y exclamó:
Ahí va, cuánta gente. ¿Cuántos trabajan aquí?

Y le contestaron:
aquí viene mucha gente, pero no trabaja nadie.

Esfuerzo además de dedicación de tiempo.

No por afán de buscarnos a nosotros mismos ni de dominar a nadie, sino para poder ofrecer a Dios lo mejor que llevamos dentro.

Señor, no te queremos ofrecer cosas mal hechas. Como Caín, que te daba lo peor de su cosecha.

Que nuestro trabajo sea como el sacrificio de Abel: lo mejor de su ganado.


Y cómo nos gusta mirar a Cristo en el taller sirviendo a los demás.

Todos sabían que no trabajaba por dinero ni por perfeccionismo.

Todos sabían que siempre estaba disponible para realizar el trabajo que fuera.

Y si no lo estaba, porque tenía otras tareas, sabían que encontrarían una sonrisa y que podían contar con Él en otro momento.

"Al ocuparse en su trabajo, los hijos de Dios ... procuran, no cumplir, sino amar, que es siempre excederse gustosamente en el deber y en el sacrificio".

Al empezar cada día nuestra tarea hemos de pensar muchas veces en el amor que el Señor nos tiene.

Que le llevó a hacerse como nosotros, a cansarse hasta estar reventado sirviendo a otras personas, y haciendo de su oficio manual una oración.

Y así hizo que el ruido del taller fuera como una música religiosa.

Este es el secreto: la conversión del ruido de nuestro trabajo en oración.

Ya sean serruchos y martillazos o los clamores de una plaza de toros o el silencio de una biblioteca.

Decía San Josemaría que tenemos que convertir nuestro trabajo en
instrumento de santificación y de apostolado.

De santificación porque, como hemos visto antes, el trabajo es palestra.

Y porque procuramos vivirlas por amor a Dios. Entonces estamos santificándonos con el trabajo.

Por eso es muy importante que trabajemos en la presencia de Dios, que sepamos que está a nuestro lado.

Y, cuando el cansancio nos asalta y tengamos la tentación de aflojar o de abandonar la labor tomaremos nuevo impulso y seguir en la brecha.

Trabajar mucho y trabajar bien es para nosotros la base de nuestra santidad.

Pero no con estrés o con intranquilidad, sino pensando en agradar al Señor.

El trabajo de cada día nos tiene que servir para hacernos santos y también para hacer santos a las personas que nos rodean.

Sean quienes sean. Hay muchos cristianos que trabajan así.

Los taxistas con los taxistas.

Y así hubo un taxista que conoció a otro del Opus Dei y que se creía que la Obra era una especie de asociación para taxistas.

Los políticos con sus colegas. Y se cuenta la historia de un diputado que empezó a hacer oración gracias a la amistad con un colega.

Y los obispos con los obispos, que también se pueden acercar a Dios.

Así fue el trabajo de Jesús. También en estos años está redimiendo a la humanidad:

En manos de Jesús, el trabajo, y un trabajo profesional similar al que desarrollan millones de hombres en el mundo, se convierte en tarea divina, en labor redentora, en camino de salvación.

Y en nuestras manos, el trabajo tiene que ser corredentor.

Terminamos nuestra meditación pensando en María y en su papel en el taller de Nazaret.

La vemos despertando a José y a Jesús, y calentando la leche del desayuno para que los hombres de la casa fuesen, después de hacer la oración, al taller.

Y luego, cansados, llegaban a casa, donde la Virgen les habría preparado la cena.

Siempre presente en el trabajo–redención de Jesús y de José. Siempre presente en el nuestro.

LA HORA CERO

Ver resumen

Comenzamos esta Semana que los cristianos llamamos Santa. Son los siete días más importantes de la historia de la humanidad.

Lo que ocurrió fue tan fuerte que hoy sigue influyendo en las personas. De hecho muchos se convierten en estos días. La Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús marcó un antes y un después.

En los libro de historia se cuentan las cosas haciendo referencia al Señor. Así, se dice que Constantino es del siglo III d.C.; o que los egipcios son del año 2.000 a.C. Realmente todo gira alrededor de Cristo.

Por eso, por poco que nos empeñemos, meditando despacio lo que ocurrió, saldremos de estos siete días mejor de como estamos ahora. El Señor espera de nosotros un cambio. Con su ayuda podemos convertirnos.

EL PASO DEL SEÑOR

Dios no sólo quiso hacerse hombre, sino que decidió implicarse en la vida humana.

Aunque sabía que, si se portaba con sinceridad, con Verdad, la malicia de los hombres acabaría con su vida.

Aceptó esa humillación, sabía que los hombres se portarían así, y no obstante consintió que los seres humanos lo trataran con saña, con una vileza increíble.

Esto, a simple vista, no se entiende bien. Incluso, aunque lo medites en la presencia de Dios, no es fácil comprender por qué quiso llegar hasta ese extremo y pasarlo tan mal.

Hace unas semanas, durante una convivencia de niñas de 15 años, les pusieron un documental sobre el via crucis. Algunas venían a hablar conmigo durante la proyección porque preferían no verlo, les daba pena ver sufrir tanto al Señor.

Algo parecido le sucede a la gente con las imágenes de la flagelación que aparecen en la conocida película de la Pasión. Muchos se salen porque no aguantan ver aquello.

El paso del Señor por la tierra fue un camino sangriento, un via crucis. Y precisamente con su Sangre nosotros nos íbamos a salvar de la esclavitud de nuestros pecados.

COMO EL PEOR DE LOS ESCLAVOS

El profeta Isaías describe cómo iba a ser tratado el Mesías, sería un esclavo, un siervo, llevado a una muerte especialmente cruel (cfr. Is 50,4-7: Primera lectura).

Hay una expresión que aparece en la Escritura y que no deja de llamar la atención. Y es cuando compara a Jesús con un cordero llevado al matadero. Así iba el Señor: angustiado por lo que se le venía encima pero sin rechistar.

Cuando un animal es llevado al lugar donde lo van a degollar, de alguna manera se da cuenta, lo sabe, y se resiste todo lo que puede. Jesús no se resistió. Entró montado en un borrico sabiendo que lo iban a torturar.

Las masas que lo aclamaban a su entrada triunfal en Jerusalén, pocos días después iban a pedir que lo torturaran: que le doliera morir.

Dice el salmo de la Misa: me acorrala una jauría de mastines (Sal 21: responsorial).

El Señor va hacia la muerte rodeado de gritos en su contra y alaridos de sus enemigos. Como una presa que corre acorralada por sus asesinos, en medio de ladridos y dentelladas. No tiene escapatoria. Muere humillado y en medio de un dolor tremendo.

San Pablo nos habla también de la humillación de Jesús, que siendo Dios fue despojado de toda dignidad, para acabar clavado en un madero (cfr. Phil 2,6-11: Segunda lectura).

LA HUMILLACIÓN DE DIOS

Gracias al abajamiento de Dios el hombre ha sido salvado. Nada en lo que interviene Dios acaba en tragedia. Porque de los males saca bienes, y de los grandes males grandes bienes.

La Semana Santa empieza con la exaltación del Mesías. Pero esto dura poco: al cabo de unos días el que era aclamado se ve totalmente en desamparo.
No podemos esperar nada de este mundo. Todo lo bueno viene de Dios. Lo que, en principio nos parece rechazable, una muerte así, en el fondo nos hace mejores.

Hace unos años, una chica joven, valenciana, contó cómo fue su conversión durante una Semana Santa que pasó en Roma.

Cuando llegó por primera vez a la Plaza de San Pedro aquello le impactó. No sólo por la arquitectura sino por que estaba en el centro de la cristiandad. Y allí estaba, una mañana como la de hoy, Domingo de Ramos, asistiendo a Misa. Escuchó con atención el Evangelio de la Pasión, y después la homilía de Benedicto XVI.

El Papa hizo alusión a que, antiguamente, durante esa Misa la gente iba en procesión hasta la iglesia y, cuando llegaban a la puerta de la iglesia, se golpeaba con la cruz que encabezaba la procesión.

Estas palabras de Benedicto XVI le impresionaron mucho y le venían constantemente a la cabeza durante los días siguientes: «Dios está golpeando mi alma para que le abra las puertas…». Esas palabras se le quedaron grabadas en el corazón, y le fueron viniendo a la cabeza durante los días siguientes.

Llegó el Viernes Santo y fue a los oficios a una iglesia que estaba llena hasta los topes. Durante los oficios hay un momento en el que la gente va hacia el altar para adorar y besar la cruz.

Como había mucha gente, aquello duró casi una hora. Mientras estaba en la cola, le vino a la cabeza otra vez la idea que del Papa: la cruz procesional que golpea las puertas de la iglesia para que se abrieran…«Dios está golpeando mi alma para que le abra las puertas…»



Se iba acercando cada vez más. Entonces, cuenta esta chica, le entraron ganas de salir corriendo fuera de la iglesia y huir.

Pero también le venían unas ganas tremendas de salir corriendo, pero hacia la cruz, para besarla y dejarle al Señor entrar en su alma. Al final todo terminó bien.

EL TRIUNFO DE LA FE DE UNA MUJER

Y después de que Dios es humillado por nuestro amor, vendrá lo que nadie esperaba. Habrá un antes y un después en la Historia humana: la Resurrección.

La Virgen se fió siempre de Dios. La primera Eva ante un árbol desconfió de Dios. María ante el madero de la cruz, aceptó ser humillada para que la humanidad que naciese estuviera en amistad con Dios.

El primer pecado fue iniciado por el orgullo y la desobediencia. La salvación nos vino por la humildad y la aceptación de una Mujer: Hágase.

jueves, 26 de marzo de 2009

28 DE MARZO


El 28 de marzo de 1925, se celebró en la iglesia de San Carlos la ceremonia de la ordenación sacerdotal de San Josemaría, confiriéndole el presbiterado don Miguel de los Santos Díaz Gómara

Siguió con los cinco sentidos las ceremonias litúrgicas: la unción de las manos, la traditio instrumentorum, las palabras de la consagración...

Emocionado, tuvo en nada las dificultades pasadas desde el día de su llamamiento, dando gracias como un enamorado.

LO HE TOCADO

En alguna ocasión contó que desde su ordenación sacerdotal, se preparaba cada día para celebrar el Santo Sacrificio como si fuese la última vez:

el pensamiento de que el Señor podía llamarle a Sí inmediatamente después de celebrar, le animaba a volcar en la Misa toda la fe y el amor de que era capaz.

Por eso contaba que, cuando se trasladó a Zaragoza en 1920, una vez que pasaba delante de un bar llamado "Gambrinus", vio que dentro del local estaba un famoso torero.

Algunos niños se acercaron a aquel personaje popular, y uno de ellos exclamó exultante: "¡lo he tocado!"

Al Padre le impresionó aquella escena, y la contó con frecuencia para ayudarnos a reflexionar sobre el hecho de que cada día tocamos a Jesús en la Eucaristía.

LLENAR EL MUNDO DE FE

Como contrasta esto con la poca fe que nos encontramos en la calle: somos del mundo, tenemos que llevarlo a Dios.

En nuestro tiempo se oye hablar cada vez con mayor insistencia de la muerte de Dios.

El conocido filósofo alemán expresó esto con un grito:

«¡Dios ha muerto!¡Y nosotros lo hemos matado!»

Después en el llamado mundo académico se ha hablado «de la teología de la muerte de Dios».

Y se anima a los hombres a prepararse para ocupar el puesto Dios.

EL ÚLTIMO ANIVERSARIO

Hoy nos acordamos del último 28 de marzo de San Josemaría en la tierra: aquél día quiso pasarlo en oculto, para para que sólo Dios se luciera.

Además el 28 de marzo de 1975 no pudo celebrar la Santa Misa, porque era viernes Santo.

El día en el que el Señor muriendo en la cruz, realizó su sacrificio de Sacerdote eterno.

El Señor que muere en la soledad, como un proscrito, como un malhechor, porque su amor le llevaba a rebajarse.

Dios muerto en aquella tarde de viernes Santo. Ese silencio Dios, ha adquirido en nuestro tiempo una actualidad aplastante.

Actualidad: porque eso precisamente es el viernes santo: el día de la ocultación de Dios.

Ese día una pesada piedra cubriría al difunto. Lo ocultaba a los ojos de las personas que le querían.

JESÚS MUERTO

Como emocionaba a San Josemaría esa escena: quería tener al Señor en su pecho, y que descansara en él, porque muchos le habían abandonado

En aquella hora todo había pasado. Ningún Dios había salvado a este Jesús que se decía hijo suyo.

La fe parecía haber sido desenmascarada como un fanatismo religioso.

Los prudentes que dudaron en su interior habían tenido razón.

LA SEPULTURA DE DIOS

El último día 28 de marzo, por la providencia de Dios fue viernes santo día de la sepultura de Dios. ¿No es éste, de alguna manera nuestro tiempo?

Dice el Papa:

¿no comienza nuestro siglo a ser ... el día de la ausencia de Dios, en el que hasta los discípulos tienen un vacío helador en el corazón que se hace cada vez más grande, y por ese motivo se disponen, llenos de vergüenza, a volver a casa

y se encaminan a escondidas y destruidos en su desesperación hacia Emaús,

no dándose cuenta en absoluto de que aquel que creían muerto estaba en medio de ellos?

Y sin embargo el Señor camina con nosotros y nos ayuda a descubrir el por qué de las situaciones que nos desconciertan.

Dirá San Josemaría:
Iban aquellos dos discípulos hacia Emaús. Su paso era normal, como el de tantos otros que transitaban por aquel paraje. Y allí, con naturalidad, se les aparece Jesús, y anda con ellos, con una conversación que disminuye la fatiga.

PAN DEL CAMINO

Esto es lo que nos ocurre a nosotros al recibir al Señor en la Eucaristía, ese pan del camino. Sigue diciendo San Josemaría:

Me imagino la escena, ya bien entrada la tarde. Sopla una brisa suave. Alrededor, campos sembrados de trigo ya crecido, y los olivos viejos, con las ramas plateadas por la luz tibia.
Jesús, en el camino. ¡Señor, qué grande eres siempre! Pero me conmueves cuando te allanas a seguirnos, a buscarnos, en nuestro ajetreo diario.

NO ENTERRAR A DIOS

Como contrasta la fe operativa de los santos con la incredulidad práctica de tantos.

Dios ha muerto y nosotros lo hemos matado:

quizá el filósofo no se daba cuenta de que esta frase estaba tomada –casi al pie de la letra– de la tradición cristiana y que nosotros la repetimos a menudo en el vía crucis.

Lo hemos repetido sin darnos cuenta de la gravedad de lo que decíamos: Dios ha muerto y nosotros lo hemos matado.

Y en cierto modo parece que también nosotros que lo hemos enterrado.

Y lo sepultamos cada vez que lo metemos en la concha rancia de nuestra rutina.

Cuando nuestra piedad consiste en monótonas frases sin mucho contenido, que carecen de vida y huelen a flores de sepultura.

Por eso este siglo se convierte cada vez más en un gran viernes santo.

Y el silencio de Dios en este siglo nos habla también de la poca fe de los creyentes, y de la caridad que se enfría en estos tiempos.

EL SILENCIO DE DIOS

Pero la muerte de Dios –en Jesucristo– aunque es el misterio más oscuro de nuestra fe, también se convierte en nuestro motivo más claro de esperanza.

Además sólo a través de este silencio de Dios podemos comprender perfectamente quien es Jesús y en qué consiste de verdad su mensaje.

La imagen que nos formamos de Dios, en la que muchas veces tratamos de encerrarlo debe ser destruida.

Jesús murió para que en sus discípulos muriese su falsa idea de Dios.

Ellos –como nosotros– necesitamos el silencio de Dios para experimentar su grandeza y nuestra impotencia.

EL SUEÑO DE DIOS

Hay una escena del evangelio que es como una anticipación de todo lo que venimos hablando, que le encantaba a nuestro Padre, y que viene a resumir los últimos años de su vida.

Esta escena viene ha anticipar de alguna forma el actual momento histórico que nos ha tocado vivir a nosotros también.

Cristo duerme en una barca.

Y la barca envestida por la tempestad, parece naufragar.

El profeta Elías se había reído en una ocasión de los sacerdotes de Baal, que invocaban inútilmente a grandes voces a su dios para que hiciera descender fuego sobre el sacrificio, y con ironía les animaba a gritar más fuerte no fuese que su Dios estuviera dormido.

¿Es cierto que Dios duerme?

Pues sí, lo que decía Elías nos ha tocado también a los cristianos de hoy.

La barca de Dios parece naufragar. Dios duerme mientras sus cosas parecen naufragar. Quizás es esta la experiencia de nuestra vida.

La iglesia se asemeja a una pequeña barca que lucha inútilmente contra las olas y el viento, mientras Dios parece estar ausente. Así la describía nuestro Padre en sus últimas cartas. Y con esa pesadumbre vivió sus bodas de oro sacerdotales.

Los discípulos, en aquella ocasión se pusieron nerviosos y agitaron al señor para que despertase.

NUESTRA POCA FE

Y Jesús se mostró sorprendido y les reprochó su poca fe.

Quizás nuestro caso es el mismo.

Ha escrito San Josemaría:

Hijos míos, ¡ocurren tantas cosas en la tierra...! Os podría contar de penas, de sufrimientos, de malos tratos, de martirios –no le quito ni una letra–, del heroísmo de muchas almas. Ante nuestros ojos, en nuestra inteligencia brota a veces la impresión de que Jesús duerme, de que no nos oye.

Cuando la tempestad pase nos daremos cuenta de que nuestra poca fe estaba llena de cargada de insensatez.

–Y ahora, Señor no podemos hacer otra cosa que zarandearte, moverte, porque estás en silencio y duermes. Y te gritamos: despierta, ¿no ves que naufragamos?

Despierta, Señor, no dejes que dure eternamente la oscuridad, deja caer un rayo de Pascua también sobre nuestros días. Danos tu ayuda porque sin ti naufragaremos.

Esto es lo que decía San Josemaría:

Cuando la fe flojea, el hombre tiende a figurarse a Dios como si estuviera lejano.

-Señor, concédenos la ingenuidad de espíritu, la mirada limpia, la cabeza clara, que permiten entenderte cuando vienes sin ningún signo exterior de tu gloria.

ESTÁ MUY CERCA PERO OCULTO

Sin ningún signo de gloria, así vemos al Señor todos los días, y así lo veía la Virgen, con familiaridad, y sin cosas extraordinarias.

Pidámosle a la Virgen fe en la Eucaristía, donde el Señor se oculta, y confianza en el Amor de Dios.

Dios que todo lo tiene dispuesto para que nosotros realicemos nuestro sacrificio, pues todos en la Obra tenemos alma sacerdotal.

Fe como la de nuestro Padre pedimos hoy al Señor, y nos vamos hacia esa Iglesia de san Carlos donde el Señor lo hizo sacerdote para siempre.

lunes, 23 de marzo de 2009

MORIR

Respondiendo a las preguntas que le hicieron unos griegos, Jesús resume su vida: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, dará mucho fruto» (Jn 12, 24: Evangelio de la Misa de hoy). 

Explica a los que quieren verle en qué consiste lo que ha venido a hacer a esta tierra: morir para dar fruto.

Esta frase tan bonita, igual que lo del trigo que muere, en el fondo es tremenda.

El Señor en más de una ocasión les dijo a sus discípulos que lo azotarían y que sufriría una muerte muy dolorosa. Y todo eso era necesario que le ocurriera para salvar a los hombres.

Es como si a una de vosotras le dijeran que, por el bien de Granada fuera necesario que la apedreasen y la colgaran de un palo boca abajo hasta que muriese. Así nos hacemos un poco idea de lo que el Señor estaba diciendo.

Si se diera esa circunstancia, seguro que le diríamos a esa amiga que estaba loca, que eso sería una tontería, que de qué iba, que se quitara eso de la cabeza. 

Eso fue exactamente lo que le dijo San Pedro al Señor. O sea que el ejemplo sirve, no iba tan descaminado.

EL GRANO QUE MUERE

Jesús dice que él es el grano de trigo que muere. El grano de trigo tiene que pudrirse y morir para que surja la espiga, y luego se pueda hacer el pan.

Porque Jesús se hace Pan para nosotros. Por eso la Eucaristía está muy unida a la Pasión, porque es el Cuerpo de Cristo que muere para darnos vida. 

Murió. Exactamente igual que el trigo.

EL VERDADERO MANÁ

Cuando el pueblo de Israel estaba en el desierto, como no tenían qué comer, Yavhé les envió una especie como de pan blanco. Cuando amanecieron y lo vieron decían man-hú que significa ¿qué es esto? (Cfr. Ex 16,15)

Jesús es Pan, y comiendo su Cuerpo, que es la Eucaristía, comemos a Dios.

No es metáfora que Jesús muera para darnos vida, para alimentarnos. Está aquí. Es verdad. 

Jesucristo es el Hijo de Dios que baja del cielo como alimento. Es el verdadero maná. 

Gracias al maná siguieron adelante en su viaje por el desierto.

MORIR PARA DAR FRUTO

Muere para que nos alimentemos. Y nosotros que somos cristianos también podemos ser trigo que muere por los demás. 

Nosotros tenemos que hacer lo que hizo Cristo. Morir por los demás. Así también resucitaremos para la Vida eterna.

Nuestras renuncias sirven si están unidas al sacrificio de Jesús, que murió por otros. 

MORIR POR LOS DEMÁS

Hay un santo que hizo exactamente lo mismo que Jesús, hace solo 60 años.

Se llamaba Raimundo Kolbe. Es más conocido por Maximiliano, nombre que adoptó cuando ingresó en el seminario de los padres franciscanos.

Se ordenó sacerdote. Estuvo en Japón de misionero. En 1936 regresa a Polonia y tres años más tarde, durante la Segunda Guerra Mundial, es apresado junto con otros frailes y enviados a campos de concentración en Alemania y Polonia.

Poco después es liberado y, de nuevo, hecho prisionero en 1941. Termina en el campo de concentración de Auschwitz. 

El régimen nazi buscaba despojar a los internados de su personalidad, tratándolos de manera inhumana, como si fueran un simple número. San Maximiliano tenía el número 16670.

A pesar de las dificultades, sigue ejerciendo su ministerio, ayudando a los demás en lo que puede, y manteniendo la dignidad de sus compañeros.

La noche del 3 de agosto de 1941, uno de los prisionero de su sección se escapa. Entonces, el comandante del campo, como represalia, ordena escoger a diez prisioneros cualesquiera para matarlos.

Entre los hombres elegidos, hay uno casado y con hijos. San Maximiliano, que no se encontraba entre los diez, se ofrece voluntario para morir en su lugar.

El comandante acepta el cambio y el santo es condenado a morir de hambre junto con los otros nueve. Diez días después, el 14 de agosto, lo encuentran todavía vivo, le ponen una inyección letal y muere.

Juan Pablo II que lo canonizó en 1982, dijo en el campo de concentración donde murió: Maximiliano Kolbe hizo como Jesús, no sufrió la muerte sino que donó la vida.

Terminamos con la Virgen. Unos meses antes de ser hecho prisionero el padre Kolbe escribió: sufrir, trabajar, morir como caballeros, no con una muerte normal sino, por ejemplo, con una bala en la cabeza, sellando nuestro amor a la Inmaculada, derramando como auténtico caballero la propia sangre hasta la última gota, para apresurar la conquista del mundo entero para Ella. No conozco nada más sublime.



domingo, 22 de marzo de 2009

MADRE HAY MAS DE UNA

La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros (Jn 1,14: Versículo antes del Evangelio de la Misa). El Señor ha querido que la Palabra se encarnase en el seno de la Virgen María (Oración colecta).

Hoy es una fiesta para meditarla despacio. Es la fiesta del desconcierto de la Virgen, porque quiso entregar una cosa al Señor y Dios le pidió otra.

EL PODER DE DIOS

La Primera lectura de Isaías nos dice que Dios iba a dar una señal a los suyos para que se viera que estaba con ellos. Y esa señal era que iba a dar a luz una Virgen (7,10-14; 8,10).

El parto virginal de María fue para que se viera el poder de Dios.

Se le presentó el Arcángel Gabriel y le dijo: No temas María (…). Concebirá en tu vientre y darás a luz un Hijo, y le pondrás por nombre Jesús (Lc 1,26-38: Evangelio de la misa).

LOS SANTOS SE EQUIVOCAN

Antes hemos dicho que celebramos el desconcierto de la Virgen, de su equivocación.

Los santos son muy buenos pero también se equivocan. Se equivocan porque, a veces, le quieren dar algo al Señor, y el Señor lo que quiere es otra cosa distinta.

A la Virgen le pasó esto. Dios sobrepasó su propia generosidad, fue más allá de su virginidad. Por eso se desconcierta y pregunta: ¿Cómo se hará esto si no conozco varón?

Pero como María solo quería hacer la voluntad de Dios, dijo que sí aunque fuera distinto de lo que Ella pensaba.

Y la cosa le salió mejor de lo que que esperaba. Pensaría que nunca le llamarían Madre. Y luego ha sido la mujer que más veces le han llamado así, ¡Madre!

En esta vida estamos para hacer lo que Dios quiera no lo que nos gustaría, por eso podemos repetir ahora: Aquí estoy Señor para hacer Tu voluntad, (Sal 39: responsorial).

MADRE Y VIRGEN

María fue realmente madre y realmente virgen.

Ella, la Virgen, es la patrona de toda maternidad, de todas las madres. Es curiosa la lógica de Dios, distinta siempre a la de los hombres: ¡la Virgen patrona de las madres! ¡Qué cosa más contradictoria!

De ahí que le digamos todos los días en la letanía del rosario: Madre virginal.

En Roma hay una advocación que está en la iglesia de los Agustinos que lleva como nombre: la Virgen del Parto. Y muchas primerizas acuden a Ella.

Y, a la vez, nuestra Señora es la patrona de toda virginidad.

UN ENVOLTORIO ESPECIAL

¿Por qué Jesús quiso algo tan curioso como que su Madre fuera Virgen?

Cuando se hace un regalo todos sabemos la importancia que tiene la manera de hacerlo. Si es algo de valor no se pone en un envoltorio cualquiera, en un papel de periódico por ejemplo.

Que el Hijo de Dios viniera al mundo fue algo especial. Por lo tanto también lo fue el envoltorio.

Sabiendo que Jesús era quien era, no nos puede extrañar que viniese al mundo de un modo sobrenatural, dentro de un misterio.

¡LE HIZO UN HOMBRE!

Dios se encarnó. La Virgen fue verdaderamente su Madre. Jesucristo es hombre porque ha tenido Madre. María no solo fue su Madre biológica, el parecido físico, sino que le enseñó muchas cosas.

Me contaba un sacerdote que, un día, paró a poner gasolina y se encontró a un rumano protestante que le dijo: -nosotros los protestantes somos iguales a vosotros, menos en lo de la Virgen.

Y este sacerdote, después, pensó: ¡Qué sería de Jesús sin su Madre! ¡Qué sería de mí sin mi madre!

Como se suele decir en el lenguaje habitual: ¡Le hizo un hombre! Es lo normal, que aprendamos casi todo de las madres.

HOMBRE DE CARNE Y HUESO

El Cuerpo de Jesús fue realmente formado del cuerpo de la Virgen, lo mismo que el cuerpo de cualquier ser humano, que se forma realmente del cuerpo de su madre.

Por eso se parecen tanto la cara del Niño y de la Virgen. Así lo quiso expresamente nuestro Padre en la imagen de la ermita del Campus, en Navarra.

El Cuerpo de Cristo no fue un fantasma, ni una creación especial. Creció igual que crecen todos los cuerpos humanos. Tan real era su Cuerpo que sufrió mucho en la cruz. Fue la víctima que se ofreció por nosotros para que quedamos justificados (cfr. Hb 10,4-10: Segunda lectura).

LOS HIJOS DEL ESPÍRITU LLENAN EL CORAZÓN

Fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo.

El nacimiento virginal de Jesús nos asegura y nos subraya que el espíritu es más grande que el cuerpo, y que los hijos del espíritu son realmente hijos, aunque no vengan a este mundo como los de carne y hueso.

El padre de san Josemaría lloró cuando éste le dijo que quería ser sacerdote. Lloró porque, entre otras cosas, pensaba que al hacerse cura no iba a tener un hogar ni un amor aquí en la tierra.

Pero se equivocó, decía el mismo san Josemaría. Dios premia la generosidad con hijos espirituales, hijos que de verdad llenan los afectos y el corazón. Y así tienen los santos el corazón, lleno.

El Señor hace nacer hijos del espíritu. Por eso somos todos hijos de María. Jesús le dijo claramente desde la Cruz: Ahí tienes a tu hijo.

Ella no es nuestra madre biológica, pero sí que es nuestra Madre, eso no lo podemos negar. Actúa y nos ayuda como Madre, porque lo es por mandato de Dios.

Acudimos a la Virgen Madre para que nunca nos deje y nos haga un hombre, como a Jesús.

sábado, 14 de marzo de 2009

¡DIOS AÑADIRA! (SAN JOSE)


En hebreo el nombre de José significa: Dios añadirá. Le viene muy bien este nombre a san José. Responde realmente a vida.

El Señor añadió a su vida la de Jesús y la de María. Con ellos san José vivió con plenitud, siendo a la vez, su vida, muy normal.

Su papel en los planes de Dios fue clave. El Señor pudo salvar a los hombres, en parte, por la vida ordinaria del padre de Jesús.

Éste es el criado fiel y solícito a quien el Señor ha puesto al frente de su familia (Antífona entrada).

DIOS AÑADE SIEMPRE

Dios añade siempre. No falla. Cuando hacemos lo que nos dice la vida nos cambia, se hace plena y no echamos de menos nada. Pero, para eso, hay que hacer su voluntad.

Nos cuenta la primera lectura que Yavhé le dijo al rey David que, si le construía una casa digna de él, donde pudiera habitar, su dinastía duraría por siempre.

Él constituirá una casa para mi Nombre, y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre (Libro de Samuel 7,4-5: Primera lectura).

Y así fue. David se lo creyó. Hizo posible la casa de Dios, el Templo, y el Señor cumplió su promesa: nació Jesús y esa dinastía durará por toda la eternidad, su linaje fue perpetuo (cfr. Sal 88: responsorial).

Con Abraham pasó algo parecido. San Pablo, en su Carta a los Romanos, le alaba su fe en Dios porque creyó contra toda esperanza. Y, efectivamente, el Señor cumplió también su promesa (cfr. Rm 4,13. 16-18. 22: Segunda lectura).

Abraham, David y san José se lo creyeron, y Dios añadió: sacó adelante el pueblo de Israel, el Templo y la Sagrada Familia.

DIFÍCIL DE CREER

Es difícil de creer, así, a simple vista, que la redención se inició con la vida corriente de una familia, y en un sitio tan poco importante como Nazaret.

San José era el cabeza de esa Familia. Su vida fue como la de tantos millones de hombres. Las mismas costumbres que sus vecinos, comerían lo mismo, hablarían de muchas cosas comunes, etc.

Trabajaba, como cualquiera, para sacar adelante a los suyos. Era un padre de familia como tantos otros. 

No vio los milagros que hizo Jesús. Tampoco supo de las muchedumbres que le seguirían. 

Sus evidencias para saber que Dios estaba salvando a la humanidad eran el ruido de un serrucho, el trabajo acabado y bien hecho, el orden en su taller, las preguntas que le hacía Jesús para saber cortar bien una pieza, o la voz de María diciéndoles que fueran a comer...

Del Señor escucharía que se portaba estupendamente, que era piadoso, amigo de sus amigos, servicial con todos, etc. San José estaba orgulloso de Jesús.

No había nada de espectacular o de sobrenatural, en el sentido de que sucediera algo que diera de que hablar más allá del ambiente de Nazaret. Tampoco san José esperaba que ocurriera nada de eso.

Y, sin embargo, nunca dudó de la grandeza de su misión. Hizo lo que Dios le pidió, por eso el Señor añadió tanto.

CREER PARA ADENTRO

Su vida fue plena. No se cambiaría por nadie. Estaba con Dios de la mañana a la noche y de la noche a la mañana.

No se acostumbró nunca a tenerlo tan cerca. No se aburría con su vida, aunque fuera siempre lo mismo. Estaba contento. 

No echaba de menos nada, ni se le pasó por la cabeza otro tipo de vida. San José se repetiría muchas veces por dentro: ¡qué suerte tengo!

Él, que es un pobre artesano, entrega su ser entero a dos amores: Jesús y María. 

Estrenaba cada día su cercanía con Dios. Su fe crecía a cada segundo. Por eso es Maestro de la vida interior: cuidó, crió y educó a Jesús.

Pone su vida a su servicio. Les da su trabajo, el amor de su corazón y la ternura de sus cuidados. Les presta la fortaleza de sus brazos, todo lo que es y puede. 

Señor, que podamos servirte (...) con un corazón puro como San José, que se entregó para servir a tu Hijo (cfr. Oración sobre las ofrendas).

¡Qué vida más plena la del Patriarca! ¡Cómo quiere a María! No duda de Ella (cfr. Mt 1,16. 18-21. 24ª: Evangelio del día). Y ¡cómo obedece a Dios! ¡Hasta en sueños, o en mitad de la noche para irse a Egipto! 

¡Dios mío yo deseo servirte, quiero servirte. Tengo hambre de amarte con toda la pureza de mi corazón!

LO RARO SIEMPRE ES RARO

Llamaría la atención que San José estuviera triste casi siempre, quejoso enfadado o descontento con lo que le había tocado.

¡Qué raro sería que un cristiano se quejara de las exigencias de Dios! ¡O que las cosas del Señor o de sus servidores le molestasen!

Tampoco tendría sentido que su felicidad dependiera de las personas con las que vive, de una buena comida, de un viaje, de los éxitos profesionales o apostólicos, del caso que le hagan, de la ropa que tiene o de si ha hecho o no deporte. 

Sería también realmente raro que, alguien cercano a Dios, faltara a la unidad, y se metiera con el Papa o las maneras de hacer de la Iglesia. 

O se justificase diciendo que le dio un pronto y se emborrachó, o que se pasara una tarde tumbado viendo películas. Que de repente dejara de rezar un día, o se gastase el dinero en caprichos, fruto de un pronto que le hubiese dado. 

Todo eso sería extraño en alguien que viviera, como San José, pendientes teóricamente de Jesús y de María.

EL TRUCO ESTÁ EN LA CRUZ

Debemos pedirle ayuda al santo Patriarca para vivir pendientes solo de Dios, santificando el trabajo y a los demás. 

Así es como se vive sereno. La santidad exige una lucha personal que no hace ruido y que cuesta sacrificio. 

A san José le costó hacer las cosas bien. Hacía muchos sacrificios pequeños. Todos los días servía con ganas o sin ellas, con sueño o más descansado. 

Les dedicaría tiempo también a los del pueblo, tendría que soportar algún comentario de un cliente demasiado quisquilloso… Su día estaba lleno de pequeñas cruces que él aceptaba.

Hemos de pedirle ayuda para vivir así, como hacían los santos. Teresa de Jesús escribió sobre el Santo Patriarca: «No me acuerdo, hasta ahora, haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer» (Libro de la vida, cap. VI).

San Josemaría que lo quería mucho, aconsejaba: José era un gran cariño de Jesús. Procurad tener una devoción tierna, fina, cariñosa. A mí, me gusta llamarle: nuestro Padre y Señor. 

Y la piedad de los cristianos se dirigen así: ¡José, a quien le fue concedido no sólo ver y oír al Dios, a quien muchos reyes quisieron ver y no vieron, oír y no oyeron, sino también abrazarlo, vestirlo y custodiarlo! 

Ruega por nosotros, bienaventurado José.

Acudamos a José, dice san Josemaría; y, por él, a María; y, con los dos, a Jesús. Cogeos —¡bien cogidos!— de la mano de José y de María, y entonces veréis a Jesús.

lunes, 9 de marzo de 2009

“LIBERATOR” (IV DOMINGO DE CUARESMA)

Nos cuenta la Sagrada Escritura cómo el pueblo de Israel seguía sin hacer caso a lo que el Señor les decía (cfr. Cro 36,14-16. 19-23: Primera lectura).

Efectivamente, el Señor nos habla porque quiere nuestra felicidad. Él, mejor que nadie, sabe lo que nos conviene porque nos ha creado.

La droga da cierta felicidad, pero no la verdadera. Por eso, cuando un padre no quiere que su hijo se meta en ella, es para que no se enganche y sea un desgraciado.

Algo así le ocurrió al pueblo de Israel. Pensaba que Dios no quería su felicidad y, entonces, la buscó en otro lado.

AVISOS

Pero Dios no abandona a su pueblo. Ni nos abandona a nosotros. Nos dice el libro de las Crónicas que envió sus mensajeros porque le daba pena de lo mal que iban los suyos.

El Templo, que era el orgullo del pueblo judío, el monumento más representativo, fue arrasado, reducido a pavesas.

Es como si el símbolo del cristianismo, la basílica de San Pedro, del Vaticano, fuera destruido por un atentado de unos terroristas del medio oriente por los pecados de los cristianos.

Para ver cómo le influyó esto a los judíos, sería como si a tus padres, por no poder pagar la hipoteca, el banco les quitara el piso y tuvieran que irse a Rumanía a pedir limosna a la puerta de una iglesia.

Eso fue la deportación de Babilonia. Tuvieron que dejar todo lo suyo: su colegio, su habitación, su ordenador, su vida.

Así estaba el pueblo de Israel porque no quiso oír los avisos de Dios. Y así estaremos nosotros si no queremos escuchar lo que nos dicen de parte del Señor.

SE ME HA PASADO EL GLAMOUR

Estando allí, lejos de su ambiente, los judíos empezaron a echar de menos su vida anterior.

Se lamentaban de su situación. Se sentaron a llorar junto a los sauces de los canales de Babilonia. Dejaron de cantar por el estado en el que se encontraban (cfr. Sal 136: responsorial).

También les ocurrió más tarde con el holocausto. Entonces, algunos pasaron, de la noche a la mañana, de ser los más ricos de Europa a vestir de harapos en un campo de concentración en Alemania.

Es como si tú, dentro de 30 años, pensaras: estoy casada pero no me llena. Mi hijo está de médico en Houston, y vive su vida. Físicamente no soy la de antes.

Si les dijera a mis amigas que me apetecería ir a esquiar se reirían de mí. A los 20 años decían que me parecía a Penélope. Pero ahora se me ha pasado el glamour.

Y te acordarás de las meditaciones de los sábados, que entonces te parecían un rollo. De tus amigas que nunca te fallaron. Alguna te escribe todavía por Navidad.

Cuando tenías a alguien que te escuchaba, que le podías contar absolutamente todo y te comprendía. Y ahora tienes que pagarle 30 euros al siquiatra.

DIOS TE AYUDARÁ

No te preocupes, en esas circunstancias, Dios te ayudará. Él ha inventado una cosa que se llama la gracia. Si vuelves a Él, recobrarás otra vez la alegría. Empezarías una vida nueva a los 50.

Reconstruirías todo lo que destruyeron tus enemigos. Que pena te dará entonces haberte ido, haber desconectado de Dios.

Aún así volverás a tener alegría. Volverás con tus amigas de antes, aunque entonces tengan 50 años y den conferencias sobre Zara, porque Dios no te dejará si vuelves a él.

Pero la mejor forma de volver es no irse. Por eso podemos repetir el Salmo: que se me pegue la lengua al paladar si ahora no me acuerdo de ti (Sal 136: responsorial).

No hace falta pasarlo tan mal para llegar a los 50 en plena forma. Seguro que conoces a gente de 50 que parece que tiene 30.

Escucha la voz de Dios, lo que nos dice san Pablo, ahora puedes vivir con Cristo, el liberador (cfr. Ef 2,4-10: Segunda lectura).

EL LIBERADOR

Dios le envió al pueblo elegido un rey, que se llamaba Ciro, para que reconstruyera el templo y volvieran a su patria.

A nosotros nos ha enviado un liberador, que está aquí, ahora, con nosotros. Él nos mira desde el sagrario nos dice: la luz vino al mundo y los hombres prefieren las tinieblas porque sus obras son malas (cfr Jn 3,14-21: Evangelio de la Misa).

Al que actúa bien no le importa que se vean sus obras. En cambio, el que actúa mal prefiere ocultar lo que hace. No quiere que se vean sus fallos.

Sin embargo, el Señor dice: acércate a mí para que se vean tus defectos y así yo pueda corregirlos porque yo soy tu liberador.

Por eso, si queremos que Dios nos libere, tenemos que ser transparentes. Acudir a la luz. Venir aquí, al Sagrario, y preguntarle al Señor en qué cosas tengo que mejorar.
Hace poco se presentó en Granada un libro sobre Amancio Ortega, el creador de la firma de ropa Zara.

La autora cuenta cómo, cuando lo conoció, hablaron de muchos temas. Ella llevaba un traje chaqueta, de Zara claro, en franela gris claro. Era lógico que fuera vestida así, no iba a ir con ropa de otra marca.

Pues, cuenta que, al final de la comida, al decirle cosas admirables de su empresa, Amancio Ortega le cortó y le dijo: Voy a pedirte un favor ¿por qué no me explicas qué cosas de Zara no te gustan? (…) Me gustaría que me hicieras una crítica de lo que se puede hacer mejor.

La propuesta fue tan sincera que le respondió: En mi opinión, y no solo en la mía, las prendas de punto no están nada conseguidas y los zapatos, aunque a veces tienen un buen diseño, parecen duros como una piedra. Yo no me atrevería ni a meter el pie en uno para probármelo.

Un hombre que ha marcado todo los records en ventas, que ha revolucionado el mercado, en vez de regodearse en sus aciertos y en su éxito, pide que le digan las cosas que hace mal. Tomó la sugerencia en serio y se corrigió. Hizo que los zapatos fueran más cómodos.


Meses después, volvió a ir la autora del libro. Esta vez calzando el nuevo modelo de zapatos. Y le dijo a Ortega: ¿Sabes que la princesa Matilde de Bélgica tiene unos iguales? Lo descubrí en una foto que se publicó en una revista. Le quedaban francamente bien (Cfr. Así es Amancio Ortega, el hombre que creó Zara, pp. 34-36).

Así es como se triunfa en la vida, también en la interior.

Dios tiene fuerza para cambiar nuestra vida cuando tengamos 50 años, pero también para que estemos contentos en plena juventud. Atrévete a mirarle y pregúntale qué es lo que va mal.

Como María. Ella se entregó cuando era adolescente y a los 50 seguía en plena forma.

LEVADURA EN CONDICIONES

El Señor quiere que estemos en medio de la masa, como la levadura, para influir en ella y mejorarla (cfr. Lc 13, 20-21). 

Para hacer eso hay que seguir la receta, es decir, hacer lo que Dios nos dice. Ese es el ingrediente mas importante: la obedecia. Porque para ser levadura hay que obedecer al Señor.

TODO LO BUENO LO HACE DIOS

Todo lo bueno lo hace Dios. Las conversiones las provoca el Señor. Todos los frutos son suyos, porque tú eres bueno.

Actúa en las almas de manera silenciosa, y cuenta con el tiempo y con nuestra colaboración. Somos la levadura, es verdad, pero quien hincha la masa y la mejora es él.

Y así de claro nos los dice, para que no se nos olvide: Sin mí, no podéis hacer nada. Uno puede intentar actuar sin él, pero, tarde o temprano, aquello no funciona, no sale nada bueno. 

Las almas santas tienen esto muy claro. Y viven con la seguridad de que Dios actúa a través de su obediencia.

San Josemaría decía que, para sacar la Obra, el Señor le fue llevando como un padre hace con su hijo, que le dice: toma ese cubo y ponlo aquí. Ahora vete a por ese otro y lo colocas al lado, el de allá, encima, etc. Y así hasta que se termina el castillo.

LA OBEDIENCIA DA PAZ

Esto, teóricamente lo tenemos claro. Pero en la práctica, no es tan evidente. La prueba es que, a veces, nos dejamos llevar mucho por los resultados. 

Y, si hay frutos, luchamos con más ganas que si no los hay. O, estamos alegres por los avances que ha dado una persona, o nosotros mismos. Y eso es bueno, pero por Dios, no por nosotros.

Cuando actuamos así, sin rectitud, puede ocurrir que nos tomemos a mal una indicación que nos hacen sobre el apostolado o la vida interior. 

Y, si obedecemos porque no queda otra opción, lo hacemos pensando en que el tiempo nos dará la razón y, entonces, se aclararán las cosas. 

Por eso, San Josemaría escribió una frase lapidaria y llena de realismo: si la obediencia no te da paz es que eres soberbio (Camino, 620).

ESTAR EN BUEN ESTADO

El Señor necesita que la levadura esté en buen estado. Sería una pena que, por no estar bien, la masa no se hinchara, que Dios no pudiera actuar.

Nos pide Jesús que obedezcamos. Eso es lo principal que necesita para que haya fruto. Nos podemos preguntar ahora, en la oración: yo ¿facilito la labor o la dificulto? ¿Quiero hacer la voluntad de Dios o la propia?

San Pedro podría no ser gran cosa, ni tener mucha cultura, pero hacía lo que Jesús le pedía. En el episodio de la pesca milagrosa, no siguió su parecer sino el del Señor. Por eso, aunque no estuviera de acuerdo obedeció (Jn 21,11).

No discutió, simplemente pensó en alto e hizo lo que le dijeron, sin enfadarse.

A veces podemos decirle al Señor: ¡me entrego!, y a la vez nos molestamos por cosas que nos dicen.

Obedecer porque no hay más remedio, con pesar interior, sirve de poco, porque no sería fruto de la humildad sino de las circunstancias.

Cuántas veces las madres le dicen a su hija: Mira, para poner la mesa con esa cara, mejor que no la pongas. 

Debemos hacer examen de cómo es nuestra obediencia. Si es con buena cara, entonces la levadura hinchará la masa.

LA DESOBEDIENCIA LO LÍA TODO

La obediencia es fundamental para que la levadura sea eficaz. Docilidad en todo lo que nos digan. Eso no es una teoría. Es algo muy práctico que se comprueba en cosas concretas. 

La desobediencia de Adán y Eva complicó todo. La persona que desobedece lo lía todo y se lía ella misma. Y piensa que se lo han dicho porque en el fondo lo hace mal; o que se lo ha dicho esta persona porque es la única que no piensa como ella. O que le han quitado de allí para hacer que no se vea con fulanita, etc, etc, etc. 

Y de una cosa que nos dicen, la persona se mete como dentro de una bola de nieve, y cada vez va engordando más.

La desobediencia es un lío. La persona actúa sin rectitud. No quiere hacer lo que Dios quiere sino su propia voluntad. Parece que, en vez de que se hinche la masa, lo que quiere es hincharse ella, su propio yo.

Hay quienes tienen un empeño obsesivo para que se haga lo que ellos piensan, como si los frutos solo dependieran de eso, de su manera de hacer.

En el fondo desobedecer es pensar que mi opinión es la mejor. El que desobedece cree que él está más capacitado que otros para hacer las cosas. Actúa como si el fruto dependiera solo de él.

Por eso, sería un síntoma de que la levadura no está en condiciones si se cumplieran este consejo de Camino: Tu obediencia no merece ese nombre si no estás decidido a echar por tierra tu labor personal más floreciente, cuando quien puede lo disponga así (Camino, 625).

La Virgen obedeció sin más porque se lo pedía Dios. Fue entendiendo poco a poco sus planes y el Señor hizo maravillas, hinchó toda la masa.

LA LEY (III DOMINGO CUARESMA)

Cuando Dios creó al hombre, le metió dentro como un chip. Una ley para marcarnos el camino que debemos recorrer en esta vida.

Pero a Dios se le torció la cosa. Adán y Eva se desviaron del camino desobedeciendo a Dios. Eso provocó que al hombre se le nublara la mente, la inteligencia. 

Después del pecado original, se rompió el orden de la naturaleza y, poco después, Caín mató a Abel, vino luego la torre de Babel que fue un intento de querer vivir de espaldas a Dios, por eso acabaron peleándose. 

LA SABIDURÍA DE DIOS

Iahveh dio a su Pueblo la Ley, para que supieran comportarse con sabiduría: todavía hoy en día parece admirable su contenido (cfr. Ex 20,1-17: primera lectura de la Misa). 

Cuanto más se hace caso a Dios dice, más luces tiene uno para actuar mejor. Y cuanto menos caso, no se termina de acertar en las decisiones aunque la persona sea muy inteligente.

Hablando con una persona, me decía que a veces se creía poco listo, porque se enfadaba por tonterías. 

Hablando, llegamos a la conclusión de que eso no depende de la capacidad mental de la persona, sino del sentido sobrenatural que uno tenga. Si estás cerca de Dios aciertas más y te enfadas menos.

El diablo no es tonto. Se le llama Lucifer, porque es el ángel que tenía más luz que ninguno, pero el pecado le ha hecho un desgraciado. La lejanía de Dios le ha hundido en la oscuridad para siempre.

Cuando hacemos caso a Dios, vives sereno y descansado, porque la Ley del Señor es perfecta y es descanso para el alma (Sal 18: responsorial). Y cuando no se hace su voluntad entran remordimientos o se vive con sobresaltos.

La Ley del Señor es lo mejor. Incluso, humanamente hablando, la Ley que Dios le entregó a Moisés era muy superior al ordenamiento jurídico que tenían otras naciones de su época.

-Porque, solo, tú, Señor tienes palabras de vida eterna. Tus mandatos alegra el corazón (cfr. Sal responsorial).

DECÁLOGO

La Ley que dio el Señor a Israel está resumida en los Diez Mandamientos. 

Aunque esos mandatos podían ser descubiertos de forma natural, el hombre no hizo caso y cada vez los incumplía más. 

Entonces Dios permitió el diluvio universal. Se saneó el mundo y sobrevivió lo que había dentro del Arca de Noé.

Pero, después del diluvio, como el hombre tenía dañada su naturaleza, igual que una máquina a la que se le suelta un tornillo que ya no funciona como antes, el hombre siguió haciendo cosas mal.

Por eso, Dios escribió los mandamientos en unas tablas de piedra y se los dio a Moisés, porque los hombres no los leían en sus corazones. Quiso el Señor dejar claro para siempre, esculpidos, los preceptos que el hombre tenía que seguir para ser feliz.

LA SILLA Y EL QUITAMIEDOS

Si el hombre sigue la Ley de Dios se realiza plenamente. Si no la sigue, siempre hará alguna cosa bien, pero en el fondo se está echando a perder. 

Una silla sirve para sentarse. Si la pones boca abajo podrás colgar una chaqueta en una de sus patas, pero no la utilizarás para lo que está realmente hecha. 

Otro ejemplo gráfico es que los Diez Mandamientos son como los quitamiedos que te encuentras a los lados de las carreteras cuando vas en coche. 

Son barreras que están al borde del camino y que impiden que nos salgamos. Nos muestran que por ahí no se puede pasar, y a la vez nos facilitan seguir por el buen camino.

Sería ridículo -¡una locura!- pensar que esas barreras nos quitan la libertad. La libertad para poder saltar y volar con el coche por los acantilados, o estrellarnos contra los árboles. Además, de hacerlo, solo lo podríamos hacer una sola vez.

LA LEY NUEVA

Jesús en el lugar más sagrado que tenían los judíos, en el Templo, actúa con autoridad. Y allí dice que Él es el verdadero Templo (cfr. Jn 2,13-25: Evangelio de la Misa).

Así como Moisés recibió de Dios la Ley antigua, los Apóstoles recibieron de Jesús la Ley Nueva. Pero esta Ley no fue escrita en piedra sino esculpida en el corazón de los cristianos.

LA VIDA EN CRISTO

Ser cristiano no es sólo comportarse de una forma determinada. Más que hacer una serie de cosas es seguir a una Persona. No es estar convencido de una idea, sino enamorado de Alguien.

Los cristianos tenemos que seguir a Cristo, vivir una vida nueva. Y esa vida hay que buscarla en un lugar determinado, en la cruz. Es allí donde está Jesús.

Su nueva ley es el amor. No se trata de seguir unos mandamientos o cosas escritas que uno lee y cumple. Dios es una persona que nos ama. Creemos a Jesús, le seguimos porque es Dios: hizo milagros y se resucitó a sí mismo.

Cristo vive: Cristo no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos (…) Su resurrección nos revela que Dios no abandonó a los suyos (Es Cristo que Pasa, n. 102).

Otras religiones siguen unos textos, unos mandatos, que, si no cumples, viene el castigo. Nosotros, los cristianos no. Nosotros tenemos que amar al Señor, seguirle, y para eso, debemos coger la cruz cada día. 

El cristianismo no consiste en actuar bien y ya está. Lo nuestro es asombrarnos cada día de que nuestro Dios ha muerto por nosotros. Esto no lo tiene ninguna religión.

LA SABIDURÍA DE DIOS

Los cristianos, como hacía San Pablo, tenemos que hablar de Cristo, sin tener miedo de que haya sido crucificado (cfr. 1 Co, 1,22-25: segunda lectura de la Misa).

Lo necio de Dios es más sabio que los hombres. Lo que los hombres piensan que es locura y tontería, la cruz, precisamente en eso consiste la Sabiduría de Dios.

Precisamente Cristo crucificado manifiesta la Sabiduría de Dios. Su Nueva Ley es el Amor, por eso, Dios es capaz de hacerse Hombre y morir por nosotros. Por eso nos dio a su único Hijo (cfr. Jn 3,16: Versículo antes del Evangelio).

La Sabiduría de Dios no es fría, sino amable y misericordiosa. Es Cristo. Y la Virgen la llevó en sus rodillas. Por eso Ella es Asiento de la Sabiduría.

FORO DE MEDITACIONES

Meditaciones predicables organizadas por varios criterios: tema, edad de los oyentes, calendario.... Muchas de ellas se pueden encontrar también resumidas en forma de homilía en el Foro de Homilías