martes, 28 de octubre de 2008

UNA HISTORIA DE AMOR POR ENTREGAS

Jesús nos aconseja que cuando fuéramos a un banquete, nos pongamos en el último puesto.

Todo el que se comporte así le irá muy bien, porque «el que se humilla será enaltecido» (Lc 14, 1. 7-11: Evangelio de la Misa).

San Pablo nos dice que para él morir es una ganancia. Cosa curiosa porque la muerte es el mayor abajamiento. Es abajarse tanto que uno desaparece.

Me contaban de un cura amigo que, cuando le dijeron que tenía una enfermedad que acabaría con su vida, respondió: –Puedo responder como el Apóstol que para mí morir es una ganancia.

Todo esto es un poco contradictorio. Que el morir sea una ganancia suena a cosa extraña.

La única explicación, el único motivo que puede haber detrás de las palabras de San Pablo, y de la actitud de este sacerdote, es el amor.

Buscar desaparecer, querer morir sólo es propio del amor a Dios o del amor a uno mismo.

Muchos suicidios se producen porque uno se quiere tanto, que uno no soporta más la situación en la que se encuentra y se quita la vida.

Cuando se ama mucho y con intensidad, uno es capaz, no sólo de entregarlo todo sino de entregarse a sí mismo para amar o para hacer una locura.

Dios es Amor. Se ha abajado tanto que ha desaparecido como Señor que es del mundo y de todo el universo. Y, además, de forma voluntaria.

Se encarnó en Belén. Estuvo en el silencio de Nazaret y luego murió de aquella manera en el Calvario. Nació para morir. Y todo por Amor.

Así es Jesús. Él mismo nos dice: «aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29: Aleluya).

«De corazón», o sea de verdad. Se abajó del todo porque nos quiere infinitamente.

Su vida sobre la tierra fue humillarse cada vez más. Esa es la manera que tiene de decirnos que nos ama: con su Encarnación y su Pasión.

Así nos quiere Dios. No nos entrega cosas que aprecia, o que le sobran. Se nos da Él mismo, nos entrega a su único Hijo.

Una característica del amor, y más del Amor de Dios, es que sorprende siempre. El que ama sorprende al amado con cosas grandes o pequeñas.

Nadie se esperaba que Dios se fuera a encarnar. Ni siquiera el diablo. Todas sus tentaciones sobre Jesús se encaminan a descubrir quién es.

No se aclara. Era imposible imaginar la Encarnación y la Pasión.

¿Cómo va a ocurrir que Dios nazca, que se haga un Niño, débil y dependiente? ¿Cómo va a ser que Dios muera y además de esa forma?

Todo esto no se lo imaginaba ni la mente más preclara. La astucia no le sirvió a Satanás para descubrirlo, porque a Dios no se llega sólo con la inteligencia sino, y fundamentalmente, por el amor.

Con la humillación, con el abajamiento es como el amor triunfa. Por eso el Amor de Dios triunfó. El odio, Satanás, perdió.

Ante ese amor que el Señor nos tiene y que nos lo ha mostrado como por entregas, nuestra respuesta debe ser la de fiarnos ciegamente de Él.

Pero es que su entrega va más allá de la muerte en la cruz. Lo tenemos aquí en la Eucaristía, dentro de las especies del pan.

¿Quién se podía imaginar esta locura? Nadie. Porque tampoco podemos imaginarnos el Amor que Dios nos tiene.

«Humildad de Jesús: en Belén, en Nazaret, en el Calvario…

—Pero más humillación y más anonadamiento en la Hostia Santísima: más que en el establo, y que en Nazaret y que en la Cruz.
Por eso, ¡qué obligado estoy a amar la Misa! (“Nuestra” Misa, Jesús…)
» (Camino, n. 533).

¿Con qué fe nos acercamos a comulgar? ¿Cómo asistimos a Misa? ¿Qué atención ponemos? ¿Nos parece larga o pesada?

¿Con qué confianza nos acercamos al misterio de su Amor por los hombres?

Que bien supo responder la Virgen al Amor de Dios: en Belén, al pie de la cruz y en la Eucaristía. Con qué fe estuvo con Él en cada uno de esos momentos.

¿Te imaginas su recogimiento, su devoción y su humildad en Misa?

Después de comulgar nada la distraería de Dios, para Él toda sus atenciones.

Que nuestra Madre nos ayude a asistir a este misterio de nuestra fe.

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