viernes, 31 de octubre de 2008

AMAR AL MUNDO APASIONADAMENTE

Era el mes de Octubre de 1967… Domingo día 8… hizo un tiempo de sol, verdaderamente espectacular…

Allí se encontraron cerca de 40.000 personas…
hijas e hijos de San Josemaría… cooperadores del Opus Dei…

Chicas y chicos de jóvenes que se forman al calor del espíritu de la Obra… amigos…

Gente de todo el mundo que viajaron de las maneras más variadas...

Cuentan los que lo vivieron que, desde Sevilla, se fletó un tren.

Ese día San Josemaría celebró una misa en el Campus de la Universidad de Navarra y pronunció una homilía programática.

Su título coincide con el de esta meditación: Amar al mundo apasionadamente.
No sé si sabes que esta homilía apareció publicada en francés con el titulo: M
aterialismo cristiano.

Un sacerdote que recientemente ha leído su tesis doctoral en Filosofía, en una facultad andaluza, me comentaba que al más progre de sus compañeros, y quizá más listo le preguntó:

–Oye, a ver si sabes de quien es esta expresión: "materialismo cristiano".

Y el chico le dijo:

–Pienso que es de Niestze, por el contraste tan marcado.

–Y ésta: "amar al mundo apasionadamente".

–Esto de amar al mundo me suena a Hegel.

–Pues mira, tanto una frase como otra son de un sacerdote español, que se llama Josemaría Escrivá.

Pues vamos a alimentarnos de ese manantial para este rato de oración y para hacerlo vida nuestra:

En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra.

Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria.

Es una primera premisa que no se nos puede escapar nunca: en nuestra alma en gracia habita Dios.

Y se manifestará con la condición de que vivamos santamente la vida ordinaria.

San Josemaría seguía diciendo:

Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios….

Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día...

Nos está explicando San Josemaría que nuestro lugar de encuentro con Dios es el mundo.

Y por eso lo tenemos que amar apasionadamente.

Es el tema de este rato de oración.
- Por eso lo primero es ver, Señor, como Tú, amas al mundo.

Porque la vida cristiana no consiste en ser espiritualistas despreciando las realidades humanas.

Porque, como nos las vamos a encontrar de todas maneras, eso nos crearía una tensión absurda.

Se trata de amar al mundo y todo lo humano como lo ha hecho Cristo.

- Y Tú, Señor lo ves bueno.

Nos cuenta el Génesis, que cuando en el arcano de la creación:

Y vio Dios que era bueno”. Y al finalizar la obra de la creación, después de crear al hombre: “y vio Dios que era muy bueno”.

El mundo es bueno porque ha salido de las manos de Dios.

Dios lo ama, lo sigue amando porque lo sigue creando, por medio de Jesucristo.

Por Él sigues creando todos los bienes, los santificas, los llenas de vida, los bendices y los repartes entre nosotros”(P. E. I)

Y vemos cómo ama Dios el mundo con la vida humana de Cristo hecho hombre, que asume todo lo humano, que lo hace suyo -¡divino!-.

Contemplamos toda tu vida, Señor, desde que estás en las entrañas de tu Madre…

Y aprendemos a conocer y a amar nuestras realidades.

Sólo Jesucristo enseña al hombre quien es el hombre.

Toda la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar” (CIC, nº 516)

Nos imaginamos a María prepararte los pañales... y ¿qué hay más humano que unos pañales?

Desde los pañales de su natividad hasta el vinagre de su Pasión y el sudario de su Resurrección, todo en la vida de Cristo es signo de su Misterio” (CIC, nº 515)

–Y te hemos visto, Señor, aprender a hablar y andar y a jugar con las cosas de la tierra con los tacos de madera de S. José.

Dios jugando, disfrutando con las cosas humanas. Como nosotros, que tendemos a jugar con lo que tenemos delante.

–Te hemos visto aprender a trabajar: aprender de tu padre S. José dónde se compraba la madera mejor y más barata, cómo se arreglaba una puerta.

Dios trabajando para que sepamos que trabajar es lo nuestro.

Dios que se hace humano, como nosotros, que, con el tiempo tenemos que hacernos cada vez más humanos.

Esto no quiere decir que con el tiempo nos volvamos más carnales.

Entre ser mundanos y ser un voluntarista cumplidor, quizá sería mejor optar por lo de ser mundano, porque es más humano.

Sigue diciendo nuestro Padre:

siempre que se ha querido presentar la existencia cristiana como algo solamente espiritual

-espiritualista, quiero decir-, propio de gentes puras, extraordinarias, que no se mezclan con las cosas despreciables de este mundo,

o, a lo más, que las toleran como algo necesariamente yuxtapuesto al espíritu, mientras vivimos aquí.

Cuando se ven las cosas de este modo, el templo se convierte en el lugar por antonomasia de la vida cristiana;

y ser cristiano es, entonces, ir al templo, participar en sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica,

en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo,

mientras el mundo común recorre su propio camino.

La doctrina del Cristianismo, la vida de la gracia, pasarían, pues, como rozando el ajetreado avanzar de la historia humana, pero sin encontrarse con él. (Conversaciones, 113)

El espíritu que el Señor transmitió a San Josemaría rompe con esa visión deformada del Cristianismo.

En nuestra contemplación hemos visto al Señor trabajar...

Y le hemos visto hablar de las cosas de la tierra:

Del mercader de perlas, del buscador de tesoros.

Le hemos visto hablar de los negocios, del dinero, del sembrador que sale a sembrar o de los impuestos.

Por supuesto que estaba el Señor enterado de la política de tu tiempo: habla de los saduceos, de los fariseos, de Herodes.

El Señor hacía más migas con los pecadores y los mundanos que con los fariseos, estirados y “espirituales”.

Y a los mundanos, le era más fácil convertirlos en humanos; y de humanos, en sobrenaturales.

Como el Señor, que se hizo hombre, sin dejar de ser Dios.

Por eso un cristiano maduro quizá no se destaca tanto por la fortaleza como por la caridad: está muy pendiente de los demás.

Amar al mundo apasionadamente es encontrar a Dios en las cosas de la tierra.

Fíjate que las personas que se quieren le cogen cariño los lugares que han sido testigos de momentos entrañables.

El cine donde se conocieron mis padres, la chocolatería donde se tomaban los churros, el banco del parque donde se sentaban.

Las cosas buenas, las cosas que nos gustan no las ha hecho Satanás sino Dios.

No todo lo que nos gusta es malo. Hay muchas cosas que le gustan a Dios. Y eso no puede ser malo.

Dios es humano y le gustaba el vino. El primer milagro que hizo Jesús fue la conversión del agua en vino.

Y le gustaba el pescado (no sé si este gusto estará compartido por muchos de los que estamos aquí).

Por eso hizo que la muchedumbre se saciara de pez.

María estuvo en las cosas grandes y en las pequeñas y materiales, porque supo descubrir en ellas a su Hijo.

Amaba cada rincón de la casa de Nazaret porque le recordaba a algún detalle del Señor.

Madre nuestra, tú que has amado tanto a este mundo, ayúdanos a descubrir a Jesús en cada realidad humana.

Y esto nos hará que amemos al mundo apasionadamente.

ALEGRÍA FUNDAMENTADA EN LA FE

Estudio, trabajo, orden, alegría...

Con esta cadencia se describen algunas de las actitudes de fondo que tenemos que tener los hijos de Dios.

Algo así como realidades que deben que estar siempre presente en nuestra vida.

Y, quizá, lo del estudio nos parece lógico porque entendemos muy bien que hay que formarse la cabeza. Y eso no lo terminaremos de conseguir nunca.

Lo del trabajo es fácil de captar: basta con escuchar a San Pablo: el que no trabaja, que no coma (2 Tes 3,10).

Vivir el orden se ve fácilmente como algo conveniente, porque hay mucha eficacia en un trabajo ordenado, en un horario ordenado, en una cabeza ordenada.

Y, quizá nos puede parecer como fuera de lugar el plantearnos la alegría como una norma de conducta que tenemos que vivir siempre.

Quizá porque sospechamos que puede haber incompatibilidad entre un cristianismo bien vivido y estar contentos.

Es verdad que el Señor dijo en una ocasión: si alguno quiere venir en pos de mí, tome su cruz de cada día y sígame (Mt 16,24) o esforzaos por pasar por la puerta angosta (Mt 7,13).

Sin embargo eres Tú, Señor, quien nos invita a ser felices, incluso aquí en la tierra: Alegraos... os lo repito, alegraos (Fil 4,4). Desde luego por caminos distintos a como los busca tanta gente.

Hace poco me decía un universitario, buen estudiante, y que lucha por ser buen cristiano: necesito una tarde de descanso de desconectar, de reírme hasta que se me salten las lágrimas.

No había ninguna intención de hacer nada malo. No se proponía conseguir esa tarde emborrachándose o fumándose cualquier cosa.

Pero buscaba la alegría, la felicidad por caminos equivocados.

Y es que la alegría con la que queremos vivir no se consigue buscándola directamente. Es una estas paradojas que llenan nuestra vida en la tierra. El que busque estar alegre quizá sólo conseguirá la apariencia.

Pero luego se escarba un poco y se descubre que, aunque existe cierta alegría, ésta no es ni profunda ni duradera.

Porque las cosas de la tierra, sean buenas o malas, pueden dar cierta satisfacción, pero no llenan.

A eso se refería San Agustín cuando escribía: nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti. (S. Agustín, Confesiones I,1).

La alegría es un resultado: el fruto del descanso en el Señor. Y esto se consigue con la fe.

Si se sigue la luz de la fe, si nuestra fe tiene obras, esas obras movidas por la luz de la fe, producen una paz, que no la puede dar ninguna cosa del mundo.

El cristianismo significó para el mundo cansado y viejo de la antigüedad, una auténtica explosión de alegría. Había apariencia de alegría.

Parecida a la que describía San Josemaría citando a Quevedo:

Habla de un camino que
se presenta ancho y carretero, fácil, pródigo en ventas y mesones y en otros lugares amenos y regalados. Por allí avanzan las gentes a caballo o en carrozas, entre músicas y risas -carcajadas locas-; se contempla una muchedumbre embriagada en un deleite aparente, efímero, porque ese derrotero acaba en un precipicio sin fondo.

Atractivo según los criterios del mundo, ¿verdad? Y fíjate como acaba. Pero no pienses que esto será en el otro mundo. El precipicio sin fondo ya se da en esta vida. Lo vemos en tantas gentes insatisfechas.

Es la senda de los mundanos, de los eternos aburguesados: ostentan una alegría que en realidad no tienen; buscan insaciablemente toda clase de comodidades y de placeres...; les horroriza el dolor, la renuncia, el sacrificio. No quieren saber nada de la Cruz de Cristo, piensan que es cosa de chiflados.

Realmente es una descripción muy fiel de lo que ocurre en tantos ambientes de la sociedad: el pánico al dolor y al sufrimiento y el afán por eliminarlo de cualquier forma y a cualquier precio.

Pero son ellos los dementes: esclavos de la envidia, de la gula, de la sensualidad, terminan pasándolo peor, y tarde se dan cuenta de que han malbaratado, por una bagatela insípida, su felicidad terrena y eterna. (Amigos de Dios, 129)

El precipicio del que hablaba al principio.

Señor, nosotros no queremos buscar la alegría en esas charcas, en esos sucedáneos de felicidad. Sabemos que son el timo de la estampita.

Nosotros creemos con Santa teresa que sólo Dios basta.

El Señor con su muerte nos consiguió una alegría que no es superficial. La alegría que da el Señor es profunda.

Hay una alegría de superficie. Es la del que se encuentra a gusto porque no se presenta la dificultad, porque goza de buena salud y le van bien las cosas.

Es lo que afirma el refrán: bien comido y bien bebido ¿qué más quieres, cuerpo mío?

Y hay mucha gente que busca la felicidad precisamente ahí.

Sin embargo existe otra alegría que es la cristiana: junto al Señor nada ni nadie podrá quitarnos la paz, pero hay que estar junto a Él: quien a Dios tiene, nada le falta, exclamaba Santa Teresa.

Y nosotros hacemos este acto de fe: Señor, si te tengo a ti, nada me falta, porque Tú no nos quitas nada de lo que nos hace felices. Todo lo contrario, nos lo das.

Deja tus preocupaciones junto al Señor y el te apoyará.

¿Te acuerdas de Juan Pablo II el Grande? Al final no parecía muy grande: ya mayor y enfermo, sin poder hablar, con dolores casi constantemente...

Lo veíamos a veces dolido y preocupado por el sufrimiento de tantas personas. Y sin embargo no perdía nunca la paz interior: la alegría cristiana que tiene su fundamento en la cruz de nuestro Señor.

Hasta tal punto que, pocos momentos antes de morirse, después de agradecer a todos los que tenía alrededor lo que le habían cuidado, se dirigió a los jóvenes y volvió a ser testigo de esperanza alegre.

Lo mismo que el árbol se alimenta de lo que tiene alrededor, nosotros hemos de aprovechar todo lo que nos sucede. Tenemos que estar serenos, no a pesar de las dificultades, sino contando con las dificultades.

Porque te tenemos que ver a Ti, Señor,

Y entonces afrontaremos las dificultades como una ocasión para crecer interiormente.

Puede que no entendamos a Dios en una contrariedad. Pero venimos a hablar con Él. Y en seguida la paz porque nos dará su luz.

El Papa nos habla en repetidas ocasiones de esas palabras del Señor que no vienen en los Evangelios: más alegría hay en dar que en recibir.

Es un paso más: la alegría se fundamenta en la fe, porque sólo Dios basta. Pero ese sólo Dios basta no es una actitud pasiva o cerrada en sí misma. Se manifiesta con la entrega a los demás.

Porque cuando nos entregamos a los demás, estamos pareciéndonos a Dios, que es el Amor con mayúsculas. Y Él corresponde a esa generosidad nuestra llenándonos de su alegría.

Ésa es la esencia del vivir cristiano, como recuerda frecuentemente Juan Pablo II citando un conocido pasaje del Concilio Vaticano II:

"El hombre...no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo".

Y todos sentimos la tentación del egoísmo, esa tentación de ser autárquicos. El hermetismo que nos lleva a ir a lo nuestro.

Lo nuestro, lo cristiano es la cultura del dar, del ofrecer. Pero no dar de esas cosas que nos sobran. Dar de lo nuestro.

Así es como se consigue la auténtica felicidad.

Esta felicidad nos la consiguió la Virgen de las Angustias: por eso si estamos con Ella no habrá nada que nos quite la alegría: con Dios todo acaba bien.

martes, 28 de octubre de 2008

UNA HISTORIA DE AMOR POR ENTREGAS

Jesús nos aconseja que cuando fuéramos a un banquete, nos pongamos en el último puesto.

Todo el que se comporte así le irá muy bien, porque «el que se humilla será enaltecido» (Lc 14, 1. 7-11: Evangelio de la Misa).

San Pablo nos dice que para él morir es una ganancia. Cosa curiosa porque la muerte es el mayor abajamiento. Es abajarse tanto que uno desaparece.

Me contaban de un cura amigo que, cuando le dijeron que tenía una enfermedad que acabaría con su vida, respondió: –Puedo responder como el Apóstol que para mí morir es una ganancia.

Todo esto es un poco contradictorio. Que el morir sea una ganancia suena a cosa extraña.

La única explicación, el único motivo que puede haber detrás de las palabras de San Pablo, y de la actitud de este sacerdote, es el amor.

Buscar desaparecer, querer morir sólo es propio del amor a Dios o del amor a uno mismo.

Muchos suicidios se producen porque uno se quiere tanto, que uno no soporta más la situación en la que se encuentra y se quita la vida.

Cuando se ama mucho y con intensidad, uno es capaz, no sólo de entregarlo todo sino de entregarse a sí mismo para amar o para hacer una locura.

Dios es Amor. Se ha abajado tanto que ha desaparecido como Señor que es del mundo y de todo el universo. Y, además, de forma voluntaria.

Se encarnó en Belén. Estuvo en el silencio de Nazaret y luego murió de aquella manera en el Calvario. Nació para morir. Y todo por Amor.

Así es Jesús. Él mismo nos dice: «aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29: Aleluya).

«De corazón», o sea de verdad. Se abajó del todo porque nos quiere infinitamente.

Su vida sobre la tierra fue humillarse cada vez más. Esa es la manera que tiene de decirnos que nos ama: con su Encarnación y su Pasión.

Así nos quiere Dios. No nos entrega cosas que aprecia, o que le sobran. Se nos da Él mismo, nos entrega a su único Hijo.

Una característica del amor, y más del Amor de Dios, es que sorprende siempre. El que ama sorprende al amado con cosas grandes o pequeñas.

Nadie se esperaba que Dios se fuera a encarnar. Ni siquiera el diablo. Todas sus tentaciones sobre Jesús se encaminan a descubrir quién es.

No se aclara. Era imposible imaginar la Encarnación y la Pasión.

¿Cómo va a ocurrir que Dios nazca, que se haga un Niño, débil y dependiente? ¿Cómo va a ser que Dios muera y además de esa forma?

Todo esto no se lo imaginaba ni la mente más preclara. La astucia no le sirvió a Satanás para descubrirlo, porque a Dios no se llega sólo con la inteligencia sino, y fundamentalmente, por el amor.

Con la humillación, con el abajamiento es como el amor triunfa. Por eso el Amor de Dios triunfó. El odio, Satanás, perdió.

Ante ese amor que el Señor nos tiene y que nos lo ha mostrado como por entregas, nuestra respuesta debe ser la de fiarnos ciegamente de Él.

Pero es que su entrega va más allá de la muerte en la cruz. Lo tenemos aquí en la Eucaristía, dentro de las especies del pan.

¿Quién se podía imaginar esta locura? Nadie. Porque tampoco podemos imaginarnos el Amor que Dios nos tiene.

«Humildad de Jesús: en Belén, en Nazaret, en el Calvario…

—Pero más humillación y más anonadamiento en la Hostia Santísima: más que en el establo, y que en Nazaret y que en la Cruz.
Por eso, ¡qué obligado estoy a amar la Misa! (“Nuestra” Misa, Jesús…)
» (Camino, n. 533).

¿Con qué fe nos acercamos a comulgar? ¿Cómo asistimos a Misa? ¿Qué atención ponemos? ¿Nos parece larga o pesada?

¿Con qué confianza nos acercamos al misterio de su Amor por los hombres?

Que bien supo responder la Virgen al Amor de Dios: en Belén, al pie de la cruz y en la Eucaristía. Con qué fe estuvo con Él en cada uno de esos momentos.

¿Te imaginas su recogimiento, su devoción y su humildad en Misa?

Después de comulgar nada la distraería de Dios, para Él toda sus atenciones.

Que nuestra Madre nos ayude a asistir a este misterio de nuestra fe.

¿CUÁNTO TIEMPO TENEMOS?


La vida eterna se ha comparado muchas veces a un banquete.

Esto me recuerda lo que me contaron de un niño gallego que tiene siempre un apetito devorador. Le viene de familia.

El padre de Pepe –que así se llama este chico– le dijo un día a su hijo, en una de las ocasiones que lo llevó a un hotel: –Mañana desayunaremos de bufet.

–¿Y qué es eso del bufet? Le respondió el niño.

Esa pregunta es parecida a la que nosotros podemos hacer:
–¿Y qué será la vida eterna?

Pues el Señor la compara con un banquete, porque la satisfacción que da la buena mesa todo el mundo la entiende. Cada vez se valoran más los buenos cocineros.

Es una imagen muy gráfica. Un banquete es algo agradable. Allí se reúnen las amistades y en torno a una mesa se celebran las fiestas familiares: cumpleaños, aniversarios, cenas de Navidad, etc.

Cuando vas a un banquete disfrutas de la comida y de la compañía. Pues el Cielo es algo así. Es un disfrute continuo en compañía de otra gente agradable.

Hay una película que se titula El festín de Babette y que nos sirve para explicar esto.

Cuenta la historia de una brillante cocinera francesa que se llama Babette. Exiliada de París, va a parar a un pueblecito de Dinamarca.

La acogen como empleada del hogar dos hermanas mayores y solteras. La película da un giro brusco cuando de golpe y porrazo a Babette le toca la lotería.

Ella, con todo ese dinero, lo que hace es gastárselo en montar un superbanquete para las amistades de las dos hermanas. Más que una comida, aquello es un festín.

Hace traer auténticas exquisiteces de la cocina francesa, y pone un empeño también grande en el servicio. Todo esto hará que aquella velada sea inolvidable para los que tienen oportunidad de asistir.

Cuando ves el anuncio de la película, la verdad es que te entra por los ojos. Es una mesa llena de platos suculentos, de salsas de colores vivos, dulces de todos los tamaños y figuras, vinos oscuros y con cuerpo, etc.

Todo en bandejas elegantes, cubiertos limpísimos, y un mantel que hace como fondo de algo que te parece irreal pero que es verdad porque lo podrías tocar y comer.


Ver aquello te hace feliz y, comerlo, ni te digo.

Lo mejor de la película es el final. Una vez que ha terminado todo, una de las hermanas le dice: –Pero Babette, ahora eres pobre.

Y ella contesta, mirándole fijamente a los ojos: –Un artista nunca es pobre.

La riqueza de un artista es poner a disposición de los demás su arte y su buen hacer.

Así hará Dios para los que vayamos al Cielo (porque yo pienso ir a esa cena). Pondrá a nuestra disposición todo su arte. Aquello va a ser increíble.

Y para ganarnos la felicidad del Cielo el Señor nos concede un tiempo de prueba en esta tierra.

Lo importante en este mundo no es que uno sea inteligente, guapo, rico, etc. Lo importante es que aprovechemos bien esas cualidades para ganarnos un puesto en ese festín de Babette.

El Señor, en el Evangelio (de la Misa: Jn 14, 1-6), nos dice que la felicidad que disfrutarán los que vayan al Paraíso será variada.

Es como si nuestro Padre Dios hubiera preparado un bufet para nosotros, con la posibilidad de elegir lo que más nos guste.

No se si recordarás la escena de otra película en la que la protagonista es una madre que saca a sus hijos adelante a base de ganar concursos de poesía y narración.

Pues, hay un premio que le toca que consiste en poder meter todo lo que quiera en un carro de la compra en un determinado tiempo.

Ella, compinchada con los del supermercado, que le tienen mucho aprecio, preparan el carro de la compra para que quepan muchas cosas.

Y le ponen como unas planchas que sobresalen hacia arriba, y así lo hacen más alto y cabe más.

Le dan la salida, empieza a correr el tiempo y ella va corriendo, casi derrapando, cogiendo todo lo bueno: caviar ruso, carne cara que nunca han comido, salsas raras…

La escena siguiente es la familia alrededor de la mesa de la cocina disfrutando de todos los tesoros que han conseguido y chupándose los dedos.

Aquí en esta tierra todo el mundo busca la felicidad. Esto es lo que tenemos en común todos lo hombres. Porque nuestra voluntad tiene un apetito devorador, igual que el de Pepe, el chico del principio, para las comidas.

Los cristianos sabemos cuál es la forma de alcanzar la felicidad. El refrán dice que todos los caminos llevan a Roma. Pero en esto no se cumple el dicho.

Indudablemente el alcohol, el sexo, las drogas dan una cierta felicidad, por eso hay gente que paga.

Pero la felicidad que proporcionan esas cosas es pequeña, y muchas veces dejan el corazón lleno de amargura.

En la Antigua Roma, los emperadores montaban fiestas por todo lo alto. Algunas incluso en balsas flotantes en un lago.

Allí comían y bebían en abundancia hasta que se emborrachaban y terminaba aquello que mejor es no pensarlo.

Hay banquetes y banquetes. Unos dan la felicidad y otros no. Hay felicidades que te hacen feliz y otras te amargan la vida terrena y la eterna.
Contaba un conocido que vivió en Finlandia que, en aquellos países, hay gente que no trata mucho a Dios. Y muchos se dejan llevar por los placeres de esta vida.

Y decía este conocido que es llamativo la cantidad de suicidios que hay. Algunos aprovechaban el trayecto que hace un barco para cruzar el mar Báltico para tirarse al mar y morir ahogados.

Y era tanta la cantidad de personas que lo hacían, que los barcos tuvieron que poner redes a los lados para que no siguiera tirándose gente por ahí, acabando con una vida que no les llenaba en absoluto.

Para llegar a la felicidad plena sólo hay un camino: Jesucristo.

Lo importante cuando uno se muere es si ha aprovechado su vida en la tierra para llegar a la meta.
Cuando el padre de Pepe le explicó lo que era un bufet, el niño esperó unos segundos y, con los ojos muy abiertos, preguntó:

–¿Y cuanto tiempo tenemos?

–Madre nuestra: tú que estuviste en el banquete de Caná, haz que lleguemos al bufet del Cielo.

domingo, 19 de octubre de 2008

LA PRINCESA PROMETIDA

Ver resumen

Dios es el Amor por excelencia. Dios es la entrega absoluta.
Si hay alguien que sabe querer de verdad, ese es Dios. Por eso es infinitamente misericordioso y nos perdona siempre.

Una persona decía con razón: -¡Es increíble que Dios cualquier pecado, por gordo que sea, te lo perdona en 26 segundos! (Tiene razón. Es lo que dura la absolución).

Cuando el Señor manda que amemos, nos dice algo que Él ya hace porque está en su ser. No tiene que proponérselo, le sale solo. Tiende a eso.

No es sólo que le guste que la gente se quiera. Es que es de las cosas que más le alegran, por eso nos lo pide una y otra vez.

El Señor no tenía que mandar a los israelitas que se quisieran a sí mismos, o a sus novias y a sus familiares.

Para eso, el ser humano no necesita mucha virtud: basta dejarse llevar por la naturaleza.

Una madre no hace esfuerzos por querer a su recién nacido. No es un peso para ella. De hecho, lo lleva encima porque les pertenece.

Por eso, en el libro del Éxodo (22, 20-26: Primera lectura de la Misa) Dios habla para proteger a los débiles y a los que nos resultan extraños.

Porque si nos dejamos llevar por la naturaleza, a los enemigos los mataríamos, y a los que nos caen mal les negaríamos el saludo.

Haríamos como Iñigo Montoya, el de la famosa película de la Princesa Prometida, que se pasa toda la peli buscando al que mató a su padre.

Está todo el tiempo buscándole. Y cuando lo encuentra, le cambia la cara y empieza a repetir despacio, mirando fijamente a su enemigo como si estuviera loco:

«Hola, soy Iñigo Montoya, tú mataste a mi padre, prepárate a morir». Al final lo mata, claro.

Jesús nos pide que queramos a nuestros enemigos, no que los matemos.

-Que les veamos con tus ojos, que les queramos con tu voluntad, que les amemos con tu corazón.

Más que en “dar”, dice San Josemaría, la caridad está en “comprender”.

Quiere que amemos a todos y en todo momento (cfr. Evangelio de la Misa: Mt 22, 34-40).

A los extranjeros antes que se nacionalicen, y a los novios cuando pasan a ser maridos calvos y con tripa.

Hace unas semanas leí una entrevista a una mujer conocida que estuvo seis años secuestrada.

Ella misma cuenta sorprendida cómo fue capaz de llegar a querer a sus enemigos. Y pudo porque Dios le ayudó. Se lo pidió y le dio la gracia para hacerlo.

Te leo sus palabras: Estar secuestrada te coloca en una situación de constante humillación. Uno es víctima de la arbitrariedad más absoluta, uno conoce lo más vil del alma humana.

Llegados hasta aquí, uno tiene dos caminos. O dejarse afear, volviéndose agrio, gruñón, vengativo, dejando que el corazón se llene de resentimiento.

O elegir el otro camino, aquel que Jesús nos ha mostrado. Él nos pide: bendice a tu enemigo.

Cada vez que leía la Biblia, sentía que esas palabras se dirigían a mí, como si estuviera delante de mí, sabía qué tenía que decirme. Y esto me llegó directo al corazón.

Sé, siento, que se ha producido una transformación en mí y esta transformación la debo a este contacto, a esta capacidad de escucha de aquello que Dios quiere para mí.

Ahora estamos haciendo oración. Es bueno que se nos preguntemos ahora: –Señor, ¿trato bien a los demás? ¿En qué quieres que cambie?

El amor verdadero no hace distingos entre personas, ni circunstancias: quiere con sentimientos, pero también cuando el sentimiento no acompaña.

Amar exige hacer cosas que cuestan. San Josemaría, que esto lo sabía, escribió: –si no sabes comprender, disculpar, perdonar– eres un egoísta (Forja, n. 954).

Si queremos a los demás no los criticaremos. —Por eso busca una excusa para tu prójimo... si tienes el deber de juzgar (Camino, n. 463).

Para hacer esto hay que querer a los demás como los quiere Dios.

—Señor llénanos de tu misericordia. Ayúdanos a querer a todos.

El Amor con mayúscula nos llena de felicidad, por eso San Pablo habla de «la alegría del Espíritu Santo» (1Tm 1,7: Segunda lectura).

Porque precisamente el Espíritu Santo es el Amor de Dios en Persona.

Es una alegría como la que tiene uno cuando ha pillado el puntillo. Eso fue lo que les pasó a los Apóstoles el día de Pentecostés.

Y es que el amor, la entrega, es lo que da la verdadera alegría.

Un amigo quiso escribir un libro de poemas, y le aconsejaron que lo titulase «Amor verdadero», como tantas veces se repetía en una película. Pero luego el libro terminó llamándose «A palo seco».

Porque en esta tierra en la que vivimos ahora, en muchas ocasiones el amor hay que ejercitarlo a contrapelo, como muy bien sabía la Virgen, que es la auténtica Princesa prometida.

EL BUSCADOR DE ORO

Es muy difícil ser consciente de lo poco que valemos delante de Dios.

Pero, también es complicado entender que el Señor necesita que estemos convencidos de nuestra nulidad para poder hacer algo.

La soberbia, el estar pendiente de nuestro yo, es el gran enemigo de la santidad y del apostolado.

Si somos conscientes de nuestra miseria y de que las cualidades que tenemos se las debemos a Dios, entonces podemos llegar a ser un buen instrumento en sus manos.

–¡Señor: haz que tengamos capacidad de abajarnos, de no tomarnos muy en serio!

Llegados a este punto, dirigimos nuestra mirada a San Pablo, protagonista de todo este año. Su conversión es una enseñanza para todos.

Su vida se puede dividir en un antes y un después a partir del momento en el que fue consciente de que se había equivocado, de que no lo estaba haciendo bien.

Hacían falta seis días para recorrer los 250 kilómetros que separaban Jerusalén de Damasco.

Iría Saulo rumiando sus planes. Crecido por dentro con la orden de arresto que llevaba en sus manos.

Cabalgaría seguro de sí mismo. Satisfecho porque su celo iba a volver a tener fruto.

A simple vista, sus disposiciones no eran las mejores para que pudiera convertirse. No parecía que su conversión fuera algo inminente.

Pero el Señor lo buscaba. Buscaba lo mejor que tenía en el fondo de él, lo que tenía de más valioso. Jesús le seguía durante ese viaje, como si fuera un buscador de oro que mira sin distraerse el fondo del agua.

Quería hacer de Saulo nada menos que su instrumento para llegar a los gentiles. Pero antes debía cambiarlo por dentro.

Llegó Saulo cabalgando a la verde llanura de Damasco. Brilló en el cielo como un resplandor de fuego y cayó al suelo.

Ciego y sin saber qué hacer, pregunta: «Señor, ¿qué quieres que haga?».

Una vez que es consciente de sus errores, su reacción no es la de lamentarse, ni bloquearse por lo mal que lo ha hecho. ¡Quiere aprender lo contrario de lo aprendido!

Se convenció del poder de Dios y de su miseria, y se limitó a decir: aquí estoy. Eso es lo que necesitaba el Señor para actuar.

Le llevaron de la mano como si fuera un niño por la «calle Recta», de un kilómetro de larga y flanqueada de columnas de orden corintio.

Fueron hasta la posada de un judío llamado Judas. Todavía hoy se puede localizar este lugar por una pequeña mezquita que hay allí.

Saulo estuvo tres días sin querer comer ni beber. El Señor le había dicho que esperara y él esperó.

¿Hasta cuando? Daba igual, estaba haciendo lo que Dios quería. No se hizo preguntas de porqué o el sentido que tenía todo aquello.

En ese tiempo meditaría y cambiaría sus teorías sobre el cristianismo y el concepto que tenía del mundo.

Empezó a brillar el oro que tenía en el fondo de su corazón.

Tres días ciego, sin comer ni beber. Parece como si el Señor quisiera que sufriera su nulidad, su nada.

Qué diferencia. Al salir de Jerusalén iba fogoso, cargado por dentro, rápido en tomar decisiones, con prisa.

Y ahora parece un viejo, sin apenas casi fuerzas, sin energía. Parece como si tuviera las baterías casi apagadas.

Pero, durante esos días creció su fe. Estaba completamente seguro de que si Dios le había buscado también le daría los medios.

Se llenó por dentro de lo más importante, de amor de Dios. Algo que le iba a mover sin cansarse a hacer todo lo que hizo.

Me contaba un informático que cuando se usa el ordenador sin corriente eléctrica, con la batería, es bueno que la batería se gaste hasta el final, porque sino va perdiendo autonomía y se acorta su duración.

Pero, si se deja que termine hasta el final, una vez cargada dura más. No se sabe bien porqué, pero es así.

Dios hace lo mismo con las almas. Si se vacían totalmente nos llena de Él y somos eficaces. Servimos más.

Es una realidad que, cuando nos vemos miserables es más fácil agarrarse con fuerza a la mano de Dios.

–Danos luces para vernos como nos ves Tú.

Que tengamos un corazón como el de los santos, como el de San Pablo.

Apareció Ananías que le impuso las manos. El Señor siempre acude cuando nos humillamos.

Cuanta verdad hay en estas palabras del Papa: –«Es el Señor el que constituye a un apóstol, no la propia presunción. El apóstol no se hace así mismo; es el Señor quien lo hace; por tanto, necesita referirse constantemente al Señor» (Benedicto XVI, discurso audiencia general, 10–IX–2008).

Los santos han sido siempre muy conscientes de esto. Te cuento una cosa de muestra de San Josemaría.

Durante una tertulia, que está filmada, en Perú, del año 1974, San Josemaría cuenta con sencillez lo que le ha dicho al Señor esa mañana en la Misa:

«Me he recogido así –y junta las manos debajo de la barbilla– y le he dicho: voy a ser Cristo…, pero fuera de eso qué soy… y me he llenado de vergüenza viendo lo que soy… No soy nada, no puedo nada, no valgo nada, soy la nada y menos que nada…».

Y en otro momento dice: «Rezad por mí para que no sea bobo y vanidoso…».

«No eres humilde cuando te humillas sino cuando te humillan y lo llevas por Cristo», decía también San Josemaría.

Impresiona también leer lo que escribe la Madre Teresa de Calcuta. Son unas palabras que le dijo el Señor en su oración: «¡Se que eres la persona más incapaz, débil y pecadora, pero precidamente por lo que eres, te quiero usar para Mi Gloria!».

¡Humildes de corazón! Así tenemos que llegar a ser, luchar cada día más y, sobre todo, pedirlo: Jesús, hazme humilde.

Para terminar, te cuento una cosa que me hace gracia de una persona que conozco. Cuando le das las gracias por algo, y le dices: –muchas gracias..., siempre te responde lo mismo: las que te adornan.

Así está María, nuestra Madre, adornada con su profunda humildad. Justamente en eso se fijó Dios. Ese es el oro que busca el Señor en cada alma.

miércoles, 15 de octubre de 2008

EL GALO INSENSATO

Todos tenemos claro que las cosas salen cuando se tiene fe en el Señor.

Lo nuestro es vivir de fe. Estar pegados a Dios. Contar con Él para todo. Cuidarle. Ser piadosos.

Cuando vivimos así las cosas salen porque no las sacamos nosotros. Con nuestra fe el Señor hace milagros.

A veces, la gente se queja de que Dios no le hace caso. Como si la oración fuera magia. Como si consistiera en unas palabras que se dicen, y entonces las cosas amargas se vuelven dulces. Como si aquello fuera un abracadabra.

Hay una pregunta típica que a veces nos hacen a los curas:
–¿Por qué Dios no me hace caso cuando le pido cosas? Vengo aquí y Dios no se digna oírme. ¿Es que no me escucha o qué pasa?

No es ese el problema de la oración. No es que Dios no nos oiga. A la oración venimos a identificarnos con el querer de Dios, porque Dios sabe más.

Nosotros tenemos que tener cintura, adaptarnos. El Señor nos pide unas veces unas cosas y otras veces otras.

Esto es lo que pasó en la vida de la Iglesia: en los primeros tiempos y en la historia reciente.

Dios es más listo, es más poderoso y nos quiere más de lo que nos podemos querer a nosotros mismos.

Por eso la mejor oración es: hágase tu voluntad. La que ahora hacemos. Dios, unas veces pide unas cosas y otras veces otras.

Eso que nos preguntan a los sacerdotes ¿por qué Dios no me escucha?, choca frontalmente con lo que Jesús dijo en el Evangelio: «Pedid y se os dará».

Quizá no se nos da exactamente lo que hemos pedido, sino otra cosa mejor.

«Buscad y hallaréis» y encontraréis un tesoro quizá más valioso que el que buscabais.

Esto es lo que nos ha ocurrido a nosotros con nuestra vida. Nosotros buscábamos una cosa y nos hemos encontrado con otra.

Nos acercamos al Señor por un asunto, y resulta que, con la vocación, el Señor nos ha dado cosas más valiosas. Por ejemplo, una familia mucho mejor... todo mejor.

«Llamad y se os abrirá; porque quien pide, recibe, quien busca, halla, y al que llama, se le abre» (Lc 11, 5-13).

El Señor es radical. Son palabras claras como el agua. Dios nunca deja de atender una petición.

Esto lo han tenido muy claro los santos.

Cuando San Josemaría tenía que hacer el Opus Dei, decía él mismo que lo único que tenía era 26 años, gracia de Dios y buen humor.

Gracia de Dios: contaba absolutamente con Dios para sacar adelante su Obra. Su tendencia a la oración era algo que tenía incorporado a su vida.

Cuando era apenas un adolescente y vio que Dios le pedía algo, al descubrir unas huellas de unos pies descalzos en la nieve, aquello le movió a rezar más.

Poco a poco se fue acostumbrando a vivir de fe, a adaptarse al querer de Dios, que a veces pide una cosa y otras veces otra cosa distinta.

Poco a poco se fue acostumbrando a vivir de fe. De hecho se hizo sacerdote para estar más disponible.

A los diez días de entrar en el seminario se nombró a Josemaría celador de la Asociación del Apostolado de la Oración para el curso 1920–1921.

Tal vez porque descubrieron en él, desde el primer momento, que era una persona piadosa.

«Era el único de los seminaristas que yo conocía que bajara a la iglesia en las horas libres», decía un compañero suyo de seminario (El Fundador del Opus Dei, Vázquez de Prada, Tomo I).

Era el único que bajaba en las horas libres. Esto es lo que le ha sucedido a los santos, que, para los demás, han sido un poco friquis. Hacen cosas que no hacen los otros.

Y por las noches, cuando las luces se apagaban, San Josemaría iba a estar con Jesús Sacramentado. Algo que hacía con frecuencia, que se salía de lo «estrictamente aprobado por la ley», entre comillas.

Todos los santos han sacado adelante los grandes proyectos de Dios por su fe. Y la fe hace que uno esté con un pie o con los dos en el aire. No teniendo todo amarradito. Y eso desde Abraham:
sal de tu casa, de la tierra de tus padres...

El problema de que no salgan las cosas que pedimos al Señor, puede ser porque no se pide bien. Y no se pide bien porque se pide con falta de rectitud.

O porque lo que se pide no es bueno objetivamente.

O, también puede ocurrir porque Dios ve más conveniente hacernos esperar.

Si no alcanzamos las metas que nos proponemos en la vida interior, o en el apostolado no es por las circunstancias. O las dificultades exteriores: para Dios son nada.

Hay una parte de la carta que San Pablo escribe a los Gálatas, en la que parece como si el Apóstol estuviera enfadado.

Estamos leyendo en estos días esta carta precisamente, que tiene unas circunstancias determinadas.

Les llama a aquellos hombres insensatos y estúpidos... que no está mal.

¿Y eso por qué? ¿qué era Galacia? Sabes que San Pablo era de un sitio de Asia Menor que se llamaba Cilicia, que está al sur de la actual Turquía.

Y al norte, más arriba del monte Tauro, estaba Galacia, una región que San Pablo conocería, porque eran sus vecinos del norte.

Galacia viene de Galia, porque sus habitantes eran celtas. Cuentan los que han estudiado todo esto quiénes eran estos hombres con los que San Pablo tuvo dificultades.

La provincia romana de Galacia. Para reprimir el pillaje, los emperadores Augusto y Claudio emplearon un medio muy eficaz. Fundaron colonias de veteranos romanos.

Los que después de haber estado luchando, se licenciaban, eran utilizados como colonos principales de una región.

En concreto, los veteranos de la Legión céltica Alauda fueron destinados a esta zona (cfr. San Pablo, Josef Holzner, pp. 112-113, 123 y 172).

A Antioquía de Pisídia, por ejemplo, o a la Lidia, Iconio, o Listra... toda esa zona que San Pablo visitó en su primer viaje.

Hoy en día se guardan en Roma obras de arte que reflejan a la gente de estas tierras. No sé si habrás visto la escultura del «Galo Moribundo», que era un guerrero de esta zona, de Galacia, no de las Galias (cfr. San Pablo, Josef Holzner, p. 172).

Eran celtas, como los de Irlanda o Galicia: con esos mismos rasgos físicos.

Nos dicen los historiadores que estos gálatas eran «
ansiosos de saber, curiosos, de espíritu despierto, pero también vanidosos, fogosos, amigos de espectáculos, fanfarrones, algo entusiastas en sus sentimientos y muy amables.

Como guerreros eran irresistibles al primer arranque, pero sin verdadera resistencia. Todavía hoy encontramos semejantes características en el pueblo irlandés
» (cfr. San Pablo, Josef Holzner, p.172).

Era gente de mucho corazón, de un primer arranque. Pero luego se venían abajo.

Y donde fue por primera vez San Pablo: la zona de Antioquía de Pisídia, la verdad es que no era un lugar, donde se destacara por la piedad.

Había un ambiente depravado, que se podría describir como lo hace el Papa en su encíclica sobre la caridad. Se habla de las meretrices sagradas del templo: adoraban al Dios Men o Lunus (Dios Luna) entregándose a los más salvajes excesos (cfr. San Pablo, Josef Holzner, p. 113).

Allí se encontró San Pablo junto con Bernabé.

Por desgracia Marcos desertó: era de ciudad, y de buena posición económica. Y aquél viaje le parecía una locura, y decidió coger el primer barco que zarpase para Cesarea. Fue la primera situación difícil para Pablo. Y fueron al sur de Galacia, y allí recibió unas buenas pedradas...

Esto fue durante el primer viaje. Durante el segundo quería ir al norte de Galacia. Era una región peligrosa: hemos dicho que los emperadores romanos pusieron allí a legionarios licenciados, para que mantuvieran el orden.

Los judíos en esta zona eran muy poderosos, algunos tenían bastante dinero, y como era un lugar de comercio relativamente próspero allí tenían mucho peso político.

Los judíos hicieron creer a las autoridades que los cristianos eran personas que iban en contra del Imperio.

La secta cristiana era peligrosa porque predicaba un nuevo rey del oriente, llamado Cristo, que había sido condenado como rebelde de la soberanía romana, y después había sido crucificado.

El cristianismo, para los habitantes de Galacia era presentado como una religión que favorecía la alta traición.

Y allí estaba Pablo. Y después de años de predicación se marchó. Tiempo después tuvo noticias de cómo iban aquellos hijos suyos tan querido.

Entre otras cosas allí –al parecer– habría estado enfermo de paludismo, y pasado en cama días aquejado de fiebres.

Por eso, en la carta que les escribe les dice que, con dolor, que de nuevo sufre dolores parto, hasta ver a Cristo tuviera forma en cada uno de ellos. (Gal 4, 19). Porque veía que ya empezaban a judaizar.

En el Concilio de Jerusalén se había dicho claramente, que los cristianos convertidos de la gentilidad no tenían que cumplir la ley de Moisés.

Y algunos judeocristianos no estaban conforme con esto: –
hay que vivir la ley.

Pablo, siguiendo lo que se había acordado en Jerusalén, afirmaba con rotundidad que no era necesario. Que Jesús no había ganado la libertad.

Esto es lo que predicaba Pablo. pero cuando se fue de Galacia, los judeocristianos empezaron a dar la matraca: –
que tenéis que cumplir los preceptos de Moisés, si queréis salvaros. Que Cristo lo hacía así.

Y a estos hombres que se dejan engañar por unos cuantos, Pablo dirije sus palabras más duras:

«¡Insensatos gálatas! ¿Quién os ha embrujado?»

¿No os enseñe yo que Jesucristo os había ganado la libertad?

«Contestadme a una sola pregunta: ¿Recibisteis el Espíritu por observar la ley, o por haber respondido a la fe?»

Un problema grave en aquella época.

Lo peor no era la lujuria que vivían los paganos en aquella región. No ve Pablo peligro en la lujuria. Lo que le preocupa es el orgullo.

Esto es lo que fustiga el Apóstol en la carta a los Gálatas es la ceguera de su soberbia:
«¿Tan estúpidos sois? ¡Empezasteis por el espíritu para terminar con la materia! (...)».

En la materia, en la materialidad de la ley.

«Vamos a ver: Cuando Dios os concede el Espíritu y obra prodigios entre vosotros, ¿por qué lo hace?»

¿Lo hace por Jesucristo? ¿Se realizan los milagros por observar la ley?

Aclaraos, ¿es por la fe en Jesús, o por seguir la ley mosaica?

«¿Es porque observáis la ley, o porque respondéis a la fe?» (Gálatas 3, 1-5).

Nosotros también nos encontramos con dificultades, no tantas como las que tuvo que padecer San Pablo.

Él era un adelantado que tuvo que romper esquemas. Como San Josemaría, que rompió es quemas. Por eso hay gente que le llamaba loco porque de lo que hablaba era muy novedoso.

Nosotros también nos encontramos con dificultades, las más grandes no son las derivadas de la sensualidad.

Vemos que hay personas que han tenido problemas de sensualidad, pero que salen adelante.

Lo difícil es convertir a un tibio, no que se convierta una persona que ha tocado fondo.

«¡Oh, Insensatos gálatas!»

San Pablo escuchó la voz de Dios y rompió esquemas. No es que fuese una persona original, es que iba llevado por el Espíritu de Dios.

Y donde el Espíritu Santo se lo permitía allí evangelizaba. Ibas conducido por Él.

Pues nosotros no podemos conformarnos con lo que ya venimos haciendo, con el mecanismo que ya llevamos. Un mecanismo diario.

Hay nuevas batallas que librar. En concreto ahora la batalla del apostolado. El apostolado personal. No cualquier apostolado sino la batalla del apostolado de amistad, de persona a persona. No el apostolado que se puede hacer en grupo.

Esta es la batalla para la que el Señor nos ha llamado. Puede ser novedoso. No porque nosotros nos hayamos inventado eso, sino porque hay que llevarlo a la práctica.

A veces hay que decirle con cariño a una persona o a varias: insensata, eres una insensata. No de Galacia, sino de donde sea.

Oh insensatos, pero ¿qué hacéis? ¿cómo pensáis hacer apostolado así? Si el apostolado se hace de uno en uno. No de treinta en treinta. Se habla uno a uno. Es un apostolado de amistad.

La Iglesia nos propone a nuestra meditación esta semana esta carta de san Pablo. Estamos en el año paulino. Y me contaban que la reacción de una madre de familia después de escuchar esta lectura en Misa:

Vaya genio que tenía hoy San Pablo.

Desde luego San Pablo tenía genio en la carta a los Gálatas y en toda su vida, porque sin genio sería imposible hacer las cosas que hizo. Pero él iba a lo fundamental. ¡Cuánta gente ha traído a la Iglesia! ¡Cuántos millones y millones de personas!: nosotros, que no tenemos sangre judía, que somos de los gentiles.

San Pablo tenía genio, sí. Pero sobre todo tenía fe en lo que el Señor le había dicho. Sería el último, como un abortivo, sí. Pero el Señor le había dicho:
por aquí, por aquí, por aquí...

Él hacía lo que el Señor le hubiera dicho, porque no pensaba que Jesús era un personaje histórico. No Jesús vivía.

Teresa de Jesús, hablando de San Pablo decía: «es que Pablo, lo tenía siempre en la boca: Jesús. Claro: como todos los santos. Como Santa Catalina, San Antonio –decía Teresa de Jesús– como todos los santos.

Pablo fue un instrumento de Jesús en su época porque su vivir era Cristo.

El hacía lo que nuestro Señor hubiera hecho. Mejor dicho, Pablo era su instrumento, porque su vivir era Cristo.

La Virgen es maestra de fe. Todo el día rezando, todo el día con Jesús, por eso su vida dio mucho fruto.

domingo, 12 de octubre de 2008

DIOS Y EL FÚTBOL

Ver resumen
Esta meditación podría titularse "Dios y el fútbol": cada cosa en su sitio. Dice el Señor en el Evangelio (de la Misa: Mt 22, 15-21): «Dad al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios» .

Además, si no se hace así, la cosa no funciona, porque ni el César es Dios, ni Dios es el César.

Resumiendo mucho, podríamos decir que, cuando Jesús se refiere al César está hablando de las cosas materiales, y cuando habla de Dios, a las espirituales.

Las dos realidades, la material y la espiritual, pertenecen a este mundo. De hecho, el hombre es alma y cuerpo, materia y espíritu, las dos cosas, no una sola. Somos hombres, no ángeles.

Ahora que estamos en el año de Darwin y de su teoría de la Evolución, hay quienes defienden que el hombre es solo materia, y así pretenden quitarse a Dios de enmedio.

Pues, con motivo de este año, vinieron las de Primero de la ESO, una detrás de otra, para preguntar dos cosas sobre el alma.

Una, que desde cuándo tenemos alma. Y la otra que cuál es la prueba de que la tenemos, que cómo se sabe eso.

Se fueron todas convencidas cuando se les dijo la verdad. Que el alma la crea Dios de la nada y la infunde en el cuerpo en el momento de la concepción.

Y a la segunda que, aunque el alma no se vea como se puede ver una pelota de tenis dentro de una caja de zapatos, si el hombre puede rezar es porque tiene alma.

Si puede tratar a Dios es porque su alma le mueve a hacerlo. Es verdad que hay gente que no reza, pero eso no es porque no tenga alma sino porque no la usa.

En las realidades humanas no hay dogmas. Creer, lo que se dice creer, los cristianos tenemos que creer unas cuantas cosas: el Credo y poco más.

Por eso, porque no hay dogmas, la política, como el fútbol o el mundo empresarial, hay muchas formas de llevarlas a cabo. No hay una sola forma de hacerlo.

Lo que sí hay que conseguir es que esas actividades no estén separadas de Dios, porque lo espiritual es una parte importante en nuestra vida. No es algo que vaya por libre.

Y el hecho de que el Señor esté presente en el mundo empresarial, en el mundo de la política o en el deporte depende, en gran medida, de los cristianos laicos que tienen que santificar esas realidades.

-Señor ayúdales a que, con lo que hacen, te alaben.

Recuerdo que hace años había un torero famoso que quería mucho al Señor.

Le quería tanto que, cuando salía en hombros por la puerta grande de las plazas de toros, después de haber hecho una buena faena, mientras todos le aclamaban y gritaban su nombre, él iba diciéndole a Dios por dentro algo así como:

-Todo esta gloria es para ti, Señor, todo para ti. Se lo ofrecía a Dios. Y Dios encantado, claro.

Ahora entendemos mejor las palabras del salmo: Aclamad la gloria y el poder del Señor. Sabemos como darle a Dios su gloria, como lo hacía este torero.

Así, lo material queda empapado de lo espiritual, como una esponja queda empapada de agua. Así se hace presente el Señor en nuestra vida.

Siguiendo ahora el ejemplo del fútbol, no se puede decir que haya remates de cabeza «cristianos» o saques de puerta propiamente «ateos», porque hay muchas formas en las que un seguidor de Cristo puede jugar al fútbol.

Además, todos los jugadores han sido creados por Dios.

En el libro de Isaías se puede leer cómo el mismo Señor elige a un rey que no era ni siquiera judío y había sido puesto por él (cfr. Primera lectura de la Misa: Isaías 45, 1. 4-6).

Ciro se llamaba este rey, y no era del pueblo elegido. Además, no seguía la política del rey de Israel.

Porque el Señor, que es Dios del universo, está por encima de esas decisiones humanas: verdaderamente Él gobierna a todos los pueblos (cfr. Salmo responsorial: 95).

-Señor Tú eres rey y nos gobiernas a todos.

Por eso en la política puede haber tantas soluciones válidas como personas, siempre que no se aparten de esa sana ecología que algunos llaman ley natural.

De ahí que no puede haber un partido político que represente a los cristianos, porque en lo humano hay muchas opciones.

Los cristianos no somos de carril único en estas materias.

Cuando se ha intentado unir a Dios con un partido la cosa ha salido mal: Dios es de todos. «El hijo del hombre ha venido para dar su vida en rescate por todos» (Antífona de comunión).

Es verdad que puede haber decisiones que se tomen y que vayan en contra de la racionalidad, o del sentido común.

Mucho ha hablado el Papa Benedicto sobre los delitos contra la vida humana, porque eso no son ya decisiones políticas simplemente.

Por eso dice san Pablo que los cristianos brillamos «como lumbreras del mundo» (Aleluya de la Misa), porque hay que manifestar el esplendor de la verdad, y el Papa lo hace.

Siguiendo con el ejemplo de Dios y el fútbol, está claro: la Iglesia no hablará de fútbol, pero sí levantará su voz cuando en un estadio no se respete a los demás. Así damos a la UEFA lo que es de la UEFA y a Dios lo que es de Dios.

A la Virgen le pedimos que nos ayude a hacer presente a Dios en lo que hacemos, como hizo Ella en Nazaret.

martes, 7 de octubre de 2008

ALÉRGICOS AL ARROZ

«El Reino de los Cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo» (cfr. Evangelio de la Misa: Mt 22,1-14).

El Cielo puede compararse a una boda a la que estamos todos invitados.

Es una boda especial. Si no vamos, le haríamos un feo muy grande al Señor: pues se casa su Hijo, que, además, es nuestro hermano mayor.

Será una fiesta espectacular. Sólo pensar que la imaginación de Dios ha preparado un lugar especial para hacernos felices a nosotros, nos da idea de cómo será aquello.

Al Señor le hace una ilusión enorme que disfrutemos de lo mejor. Como a los padres la fiesta de Reyes de sus hijos pequeños.

Es como si nos dijera ahora: «Tengo preparado el banquete (...). Venid a la boda».

Y ¿cómo será el Cielo? Algo intuimos al escuchar e imaginarnos las palabras del salmo responsorial: «…en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas (…) Me unges la cabeza con perfume y mi copa rebosa». Con solo escucharlas te relajas.

Dan ganas de quedarse allí para siempre, de decirle al Señor: –queremos ir allí «por años sin término» (cfr. Sal 22).

Pero, además, no podemos imaginarnos del todo lo que será aquello porque, como dice San Pablo, Dios todo lo organiza «conforme a su esplendida riqueza» (Segunda lectura: Flp 4,19).

En esta fiesta, en la que el Señor echa la casa por la ventana, habrá manjares de todo tipo y vinos de la mejor calidad. Están invitados todos los hombres de todos los tiempos (cfr. Is 25, 6-10ª: Primera lectura).

Es la mayor lista de invitados a bodas que haya existido jamás. Millones de personas están invitadas porque hay para todos. A Dios esto de la crisis no le afecta.

Me decía un amigo que, cuando se casó su hija, su mujer le llegó con una lista de la gente que pensaba invitar.

Contaba asombrado que, con los malos tiempos que corren, le dijo como si nada:
Mira, Antonio, sólo de personas importantes que es fundamental invitar me salen 296.

Luego hay otros que si no vienen tampoco pasa nada, pero sería feo no decirles nada…

Y terminaba diciendo este amigo, todavía con el susto en el cuerpo:
–Como comprenderás, no fueron todos, claro.

Sin embargo, el Señor tiene para dar y regalar. Es rico, muy rico. Su felicidad está en dar. Le gustaría desprenderse de todo con tal de vernos disfrutar.

Por eso son muchos los invitados al Cielo, pero, por desgracia, no todos quieren ir, porque no se fían de Dios.

El diablo introdujo en el mundo la sospecha, insinuando que Dios no quiere nuestra felicidad, que lo que quiere en realidad, es tener súbditos.

Pero esto es mentira. Lo que pasa es que, como el diablo odia a Dios, y contra Él no puede nada, la emprende contra nosotros porque ve que el Señor nos quiere mucho.

El demonio quiere vernos infelices por toda la eternidad para fastidiar a Dios.

El pecado es decirle a Dios que no queremos cuentas con Él, que se guarde su invitación.

La condición para entrar en el banquete es llevar traje de boda.

Lo mismo que cuando uno va a una boda no va de cualquier manera, pues al Cielo tampoco.

No sirve cualquier ropa. Ir de boda exige un tipo de prenda. Si vas en vaqueros, aunque sean caros y de marca, das el cante.

El traje de que nos habla el Evangelio se hace fundamentalmente con los sacramentos y con la oración.

Dios, con su gracia, nos va haciendo cada vez mejores. Y, si nos dejamos, nos hace santos. Ese es el traje a la medida para entrar en el Cielo.

Ahora le decimos al Señor:

Ilumina los ojos de nuestro corazón para que comprendamos la esperanza del Cielo (Cf. Ef 1, 17-18: Aleluya de la Misa).

Hace dos semanas celebré una boda en una conocida iglesia de Granada que se llama de San Juan de Dios. Fui un poco antes para prepararla.

La verdad es que llegué demasiado pronto. Era la segunda boda que oficiaba en mi vida y quería antes pisar el terreno.

Entré en la iglesia y, como era de esperar, todavía no había llegado nadie. Sólo estábamos el novio, con su traje impecable, sus padres y yo.

Las personas que estaban en la iglesia era evidente que no iban a asistir a la ceremonia por la ropa que llevaban.

Tampoco es que fueran muy mal, pero se veía que no llevaban traje de boda.

¡Qué diferencia con las que aparecieron minutos después! Los hombres con el clásico chaqué oscuro, todos erguidos y tiesos, parecían maniquís.

Y las mujeres, con unos sombreros increíbles con lazos enormes por todos lados. Parecía milagroso que no se dieran con el dintel de la altísima puerta de la iglesia.

Todo eran telas de colores intensos y vivos, muy parecidos al papel que se usa para envolver regalos.

Viendo a los que iban a la boda y a los que no, se podría decir, al estilo de la Escritura:
Por sus trajes los conoceréis....

Y es que, al Cielo no se puede ir de cualquier manera. Hay que ir muy bien.

A veces a la gente le puede extrañar que, alguien como tú, haga un rato de oración e intente ir a Misa a diaro. Muy de moda no está. Queda raro. Lo raro de no ser raro, decía San Josemaría.

También es verdad que cuando ves a una chica vestida de novia por la calle, la cosa canta un poco.

Si la sacas de su contexto parece algo irreal, como esa película de Disney: Encantada.

Incluso a ti te puede parecer exagerado ir todos los días a Misa o hacer la oración. Y tienes cierta razón. Es verdad, si quitas la boda –el Cielo–, no tiene sentido hacerse un traje.

A veces puede costar un poco la oración diaria, la Misa o la confesión frecuente. Pero luego no es para tanto.

Lo mismo que unos zapatos nuevos siempre duelen, con el tiempo te acostumbras.

Aquí, en la tierra, a veces nos pasa como a las señoras mayores que van a una boda, que están deseando llegar a casa para quitarse los zapatos y la faja.

A nosotros, hay días que nos puede costar más rezar. Incluso que no queramos hacerlo.

Y en el Cielo no ocurrirá nada de eso: allí no habrá nada postizo, y desde luego ninguna incomodidad.

Te cuento un sucedido gracioso. En una boda me dijeron los novios que diera el aviso de que no les echasen arroz –es una cosa vulgar–. Que podía decir que eran los dos alérgicos.

La forma más gráfica de explicar la alegría de la Gloria es pensar en la felicidad de los enamorados.

Parece que van siempre con el «puntillo cogido»: todo les parece maravilloso, porque es maravilloso amar y ser amado.

Casi todas las películas y novelas tienen su historia de amor, porque es lo que alegra al corazón del hombre, igual que el vino.

Te leo lo que escribe un amigo: «Por favor, te esperamos en el cielo. Se nos haría dura una eternidad sin ti».

Por eso es necesario que vayamos preparando nuestro traje. Sin él, nuestra presencia en el banquete no pega, desentona.

A la Virgen, que es la Reina del Cielo, le pedimos Ella, que tiene muy buen gusto, sea nuestra modista para presentarnos ante Dios como a Él le agrada y a nosotros nos gusta: sin arroz.

domingo, 5 de octubre de 2008

DIOS Y SUS COSAS….

Del comportamiento de una persona pueden depender miles de almas. Así ha sucedido con muchos santos, y otros que no lo han sido en absoluto.

Podemos hablar de San Josemaría, del que celebramos hoy su canonización, también de Santa Teresa de Jesús, de Juan Pablo II.

Por lo que han hecho en esta tierra, por sus vidas, muchos se han ido al Cielo, y se siguen yendo muchas más.

Pero también podemos hablar de Herodes, Nerón, Hitler, etc. También por ellos, por sus vidas, muchos han equivocado el camino.

Dios quiere que todos los hombres se salven. Y para eso pone todos los medios que tiene a su alcance. Y uno de esos medios son las vidas de las personas.

El Señor como tiene prisa, a veces se presenta de golpe, sin muchos rodeos. Y, una vez que aparece, se queda a la espera para recibir una respuesta nuestra, y poder así actuar.

Su puesta en escena, en la vida de las personas, la hace de muchas maneras: con palabras, con hechos, casualidades, coincidencias, etc.

Tiene una llave distinta para entrar en la vida de cada uno. Tiene un pasword personal para entrar en el alma de cada persona.

A San Pablo, el señor le sorprendió con un golpe de efecto, un fogonazo. Y el Apóstolo le respondió a su llamada, le dejó hacer con su vida. Y gracias a eso, los gentiles, nosotros que no somos judíos fuimos recibidos en el nuevo pueblo de Israel que es la Iglesia.

En el evangelio de hoy encontramos otro ejemplo de la manera de actuar que tiene Dios.

San Pedro estaba con sus compañeros de trabajo en la orilla, sentados remendando las redes como hacemos nosotros ahora en la oración.

Nos podemos imaginar la cara de asombro de San Pedro, cuando ve sorprendido como Jesús subió a su barca sin pedirle permiso (Lc 5, 1-11).

Luego, también es cierto, que el Señor le pide que separe la barca de la orilla para poder predicar. En esa ocasión, Pedro obedece y Jesús aquel día pudo predicar a muchos.

Esta manera de actuar que tiene Dios la ha empleado desde siempre. Se presenta, le dice algo al hombre, y espera a que le haga caso.

En todo esto juega un papel importante el espíritu Santo. Él nos dice qué es lo que debemos hacer en cada momento. Nos pide que nos comportemos con Dios Padre como hijos, porque lo somos. Como hijos que le hacen caso (Rm 8, 14-17: Segunda lectura).

Decíamos que hoy es el aniversario de la canonización de San Josemaría. Dios se presentó en su vida con un golpe de efecto como en el caso de San Pablo.

El Señor se presentó con una sorpresa que cambio el rumbo de su vida. Una mañana, en pleno invierno, vio en la calle las huellas que habían dejado en la nieve unos pies descalzos.

Se paró a examinar con curiosidad esas huellas que no eran otra cosa que las pisadas desnudas de un fraile que había pasado por allí.
Ante esto conmovido se preguntó: –Si otros hacen tantos sacrificios por Dios y por el prójimo, ¿no voy a ser yo capaz de ofrecerle algo?

Las pisadas en la nieve eran del Padre José Miguel. Tomando aquella blanca ruta, el muchacho se fue al carmelita buscando dirección espiritual.

Llevaba ya metida muy dentro una inquietud divina, y se puso a rezar más, a hacer oración mental, mortificación y a comulgar a diario.

«Cuando a penas era yo adolescente, decía el mismo, alojó el Señor en mi corazón una semilla encendida en amor.

»Comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor […].

»Yo no sabía lo que Dios quería de mí, pero era, evidente, una elección. Ya vendría lo que fuera…

»De paso me daba cuenta de que no servía, y hacía esa letanía, que no es de falsa humildad, sino de conocimiento propio: no valgo nada, no tengo nada, no puedo nada, no soy nada, no se nada».

San Josemaría le dejó hacer a Dios, se pegó a Él. Quiso ser sacerdote para facilitarle las cosas, para que lo tuviera más fácil. Y el 2 de octubre de 1928 el Señor fundó su Obra.

Y Dios se sirvió de su vida para hacerse presente en la vida de otros.

En 1930, Isidoro Zorzano, joven ingeniero, viajaba de Málaga a Madrid. Paseaba por la calle de Nicasio gallego para hacer tiempo hasta la salida del tren que le iba a llevar a Logroño donde pasaría unos días de vacaciones.

San Josemaría, antiguo compañero suyo del colegio, vuelve a casa por un recorrito que no era habitual y al doblar una esquina se encuentra con Isidoro.

Se ponen a hablar y el ingeniero Zorzano le cuenta sus inquietudes espirituales. San Josemaría le habla del Opus Dei e Isidoro responde a la llamada de Dios.

Me contaba un sacerdote que esta semana les explicaba a las de Primaria esta manera que tiene Dios de actuar. Había visto anteriormente los dibujos titulados Huellas en la nieve, contando este episodio de la vida de San Josemaría.

Antes de terminar la plática, al cura se le ocurrió preguntarles: –¿Cómo podríamos titular esta plática?

Y una niña, con mucho acierto, dijo: –Dios y sus cosas…

La Virgen también tiene una historia maravillosa. Todo empezó con una buena puesta en escena, nada menos que con un arcángel.

El Señor se presenta todos los días de una manera o de otra para llegar a todos. En nuestro trabajo, en el trato con los demás, cuando rezamos.

Al espíritu Santo le interesa que no nos resistamos cuando se presente el Señor todos los días pidiendo nuestra respuesta.

jueves, 2 de octubre de 2008

ACCIONES DE GRACIAS

Es de bien nacidos ser agradecidos, dice la sabiduría popular. Bien nacido: bien aterrizado en este mundo llenos de cosas buenas.

Sol, aire, mar, animales, árboles, coches, lámpara, electricidad, idioma, padres, médicos, carreteras... están ahí. Y no nos lo merecemos, no hemos hecho nada para que tengan que estar ahí.

Señor: nos sentimos deudores tuyos por todo lo que tenemos: hasta lo más pequeño.

Ésta es la actitud de fondo que tenemos que tener ante todo lo que nos rodea. Entonces, las acciones de gracias no serán una serie de protocolos que nos imponemos como obligación... como algo que haya que hacer después de comer.

Desde luego que hay que hacerlo. Pero debe ser manifestación de algo que tenemos dentro.

Así, el agradecido dará gracias. Como una respuesta natural a un estímulo que le viene de fuera.

¿Cómo hay que ver lo real para que la respuesta sea la actitud del agradecimiento?

El agradecido no es el hombre cortés, correcto y educado. Para eso basta con sujetarse oportunamente a una tabla de comportamientos establecidos. Lo que acompaña esta actitud del agradecimiento es, más bien, un sentirse como abrumado, avergonzado, confundido ante lo que encuentra a su alrededor.

Y, gracias a esta actitud, tiene la capacidad de descubrir que el mundo es valioso.

No como el poeta, que dice:

¡Ay mísero de mí! ¡Ay infelice!
Apurar, cielos, pretendo,
ya que me tratáis así,
qué delito cometí
contra vosotros naciendo;
aunque si nací, ya entiendo
qué delito he cometido.
Bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor,
pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.

Nosotros no consideramos nuestro estar en el mundo como un delito que merezca el castigo que recibimos. Todo lo contrario. Quien entiende la vida como un castigo o una desventura, y el mundo como una realidad cargada de maldad, no puede responder con agradecimiento.

Tampoco lo consideramos como algo indiferente, como si le diera igual al resto del mundo nuestro paso por la tierra; en ese caso responderíamos con indiferencia hacia el mundo y hacia los demás.


Lo que Tú, Señor, quieres que descubramos es que la vida y el mundo que nos rodea es valioso.

Como dice la canción:

Gracias a la vida, que me ha dado tanto.

O como afirmaba San Josemaría al cumplir 50 años de sacerdocio:

Señor, gracias por todo. ¡Muchas gracias! Te las he dado; habitualmente te las he dado. Antes de repetir ahora ese grito litúrgico -gratias tibi, Deus gratias tibí!-, te lo venía diciendo con el corazón. Y ahora son muchas bocas, muchos pechos, los que te repiten al unísono lo mismo: gratias tibi, Deus, gratias tibi!, pues no tenemos motivos más que para dar gracias. (S. Bernal, Apuntes sobre la vida del Fundador del OPUS DEI).

Gracias, Señor, porque las cosas podrían ser de otra manera.

Después de explicar a un grupo de niños la conveniencia de dar gracias, una pequeña de nueve años escribía a sus padres:

Queridos padres:
Os quiero dar gracias por no pensar que yo iba a ser una pesada y me habéis dejado nacer, porque trabajáis para que mis hermanos y yo podamos vivir, porque me habéis sacado adelante, porque me ayudáis cuando lo necesito, porque me pagáis el colegio, y el material, porque me dais lugar para vivir, porque os preocupáis por mí, porque me dais lo que necesito para estudiar, porque os preocupáis por mí, porque cuando hago alguna cosa mal me la corregís, porque me queréis enseñar a comer bien, aunque algunas cosas que antes no me gustaban, tampoco me siguen gustando.

Efectivamente las cosas podrían ser distintas. ¿Qué sería de nosotros si el Señor no se hubiera fijado en cada uno y nos hubiera llamado por nuestro nombre? ¿Dónde estaríamos?

Es lo que se preguntaba San Josemaría en una ocasión:

¿Dónde estaría yo ahora, si no me hubieras llamado?, se preguntaba, a solas con el Señor. Y daba respuesta a su conciencia:
quizá —si no hubieras estorbado mi salida del Seminario de Zaragoza, cuando creí haberme equivocado de camino— estaría alborotando en las Cortes españolas, como otros compañeros míos de Universidad lo están..., y no a tu lado, precisamente, porque [...] hubo momento en que me sentí profundamente anticlerical, ¡yo que amo tanto a mis hermanos en el sacerdocio!

Y muchas veces parece como si todo lo que tenemos a nuestra disposición fuera algo debido. Nos acostumbramos a los dones de Dios.

Por eso, ¡qué bien nos viene entrar, de vez en cuando, en contacto con el sufrimiento ajeno! Desde luego, para intentar ayudar a los demás. Pero también para que seamos capaces de valorar lo que tenemos. Y no verlo como algo debido sino como lo que es: un montón de regalos que nos hace Dios, a veces directamente y a veces a través de los demás.

Regalos gratis. Sin ningún mérito por nuestra parte.

Seríamos desagradecidos si, detrás de esos dones no viésemos a una persona. Los dones que recibimos no son anónimos. Como si fuera el regalo de un sorteo que organiza El Ideal.

Detrás de esos dones hay alguien. Muchas veces alguien humano a quien vemos y a quien tenemos que estar agradecidos. Y siempre estás Tú, Señor.

Por eso, gracias por todo: por todos los beneficios, también los que ignoramos.

Un corazón agradecido no se acostumbra nunca a los dones que recibe. Y, si es capaz de expresarlo, predispone a que se la hagan más favores.

Así es el corazón de María: Glorifica mi alma al Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador. (Lc 1,46–47)

Y por eso el Señor se vio movido a concederle más dones: hizo cosas grandes en ella.

LEALTAD

"Les dijo Jesús -leemos en el Evangelio (Mt 17, 22-27)- «Al Hijo del hombre lo van a entregar en manos de los hombres, lo matarán, pero resucitará al tercer día». Ellos se pusieron muy tristes".

Los Apóstoles se ponen tristes ante la Cruz, e incluso el espontáneo Pedro, protesta: Lejos de ti, Señor; de ningún modo te ocurrirá eso. (Mt, 16,21) ¡Qué humana resistencia al sufrimiento! Porque estamos hechos para disfrutar.

Tan humana que, hasta el mismo Señor la experimenta y también se pone triste, triste hasta la muerte (Mt 26,38), al presentir todo lo que iba a sufrir en la Pasión.

Por eso Satanás, cuando nos tienta, lo hace utilizando el placer: es una cosa positiva que el hombre entiende mejor. Si nos tentara con el dolor, lo tendría muy difícil. El bien da como consecuencia un estado placentero.

Pero no siempre el placer es resultado del bien. Esto se sabe por el resultado: la tristeza. Donde está Dios no puede estar mucho tiempo la tristeza: a no ser que se trate de una enfermedad. E incluso, en ese caso estaremos alegremente tristes.

¡Qué humana es la resistencia al sufrimiento! Por eso es más heroica la figura de la Virgen: fiel en la Cruz. Ahora le decimos: Virgen Fiel, ruega por nosotros para que aprendamos a adaptarnos al querer de Dios.

Nos sucede -a veces- que admiramos una Cruz teórica, pero después en la práctica no sabemos reconocer la Cruz de nuestro Señor en una contrariedad, en una cosa que nos cansa, en un fracaso.

Quizá imaginamos que la Cruz debía ser otra cosa distinta, incluso más dura, pero menos concreta y menos imprevista. A todos nos sucede alguna vez lo que al Cirineo, que se encontró de golpe con la Cruz, y de sorpresa.

Y es precisamente ante ese sufrimiento, quizá pequeño, pero inesperado, cuando más nos sentimos tentados a abandonar nuestra lucha.

Esto nos pasa también en las relaciones humanas: cuando las cosas van bien, cuando sólo percibimos de los demás sus virtudes y no terminamos de darnos cuenta de que tienen defectos, entonces es fácil ser leales a nuestros amigos.

Ya lo decía, no un padre de la Iglesia, pero sí uno que llevaba, al menos a la Iglesia en su apellido:
Cuantos amigos (...) te halagan si triunfando estás.
Así es muy fácil. No tiene ningún mérito.

Pero, cuando verdaderamente se demuestra la amistad, es cuando vienen las dificultades. Como bien continuaba D. Julio:
Si fracasas bien comprenderás: los buenos quedan los demás se van.
Porque las amistades superficiales no aguantan la prueba del dolor, de la contradicción. Y de estas, por desgracia hay muchas ahora mismo.

En un 11 de marzo, decía San Josemaría aprovechando que don Alvaro del Portillo no estaba presente:
Querría que le imitarais en muchas cosas, pero sobre todo en la lealtad. En este montón de años de su vocación, se le han presentado muchas ocasiones -humanamente hablando- de enfadarse, de molestarse, de ser desleal; y ha tenido siempre una sonrisa y una fidelidad incomparables. Por motivos sobrenaturales, no por virtud humana. Sería muy bueno que le imitaseis en esto...
Lecciones de lealtad cuando hay motivos objetivos para enfadarse, para molestarse. Y lealtad, no con mala cara, sino con una sonrisa en los labios.

Lealtad que nos llevará a hablar siempre bien de las personas que están ausentes. Hay quien dice que el “raje” es el deporte nacional. Yo no lo creo porque vivimos en una nación cristiana y “rajar” no es cristiano. De todas formas, nosotros no vamos a contribuir a que exista esta idea en el ambiente.

Lo que tenga que decir, lo digo a la cara, a solas, con cariño, buscando que las personas a las que quiero sean mejores.

Y a sus espaldas, vamos diciendo sólo cosas buenas. ¡Qué tranquilos tienen que estar! Porque antes de hablar mal nos morderemos la lengua.

Lecciones de lealtad: tenemos que aprenderlas, porque el mayor enemigo de Dios es la ignorancia, y la mayor ignorancia que puede tener una persona en esta tierra es no entender en la práctica la Cruz.

Así lo explicaba San Josemaría:
Hay momentos en los que, tal vez por nuestra falta de correspondencia a la gracia, dejamos de ver la luz. En otras ocasiones, el Señor permite esa oscuridad, para probar nuestra fe y nuestra lealtad. Yo he dicho hace ya muchos años que, en el camino hacia Dios, una vez que se ha visto la luz de la gracia, de la llamada, hay que marchar adelante con fe, con entereza, dejando quizá, jirones de ropa o incluso de carne, en las zarzas del sendero. Pero hemos de seguir con la certeza de que Dios es el de siempre y no puede fallar. Si le somos fieles, después de la tormenta y de la oscuridad vendrá la bonanza y brillará para nosotros un sol de maravilla, todavía más luminoso... Hijos míos, después de haber escuchado la voz de Dios, no se puede volver la cara atrás.Virgen Fiel, Virgen Leal, ruega por nosotros que, a veces nos cuesta tener cintura para adaptarnos al querer de Dios. Y nos entra el afán de salirnos por peteneras.

AMOR A LA VOCACIÓN. RECOMENZAR. SANTIDAD PERSONAL

Puede parecer una verdad de Perogrullo, pero lo verdaderamente importante en nuestra vida es la llamada de Dios. Muchas mujeres santas han existido, pero sólo a una la eligió Dios para que fuese su Madre.


En la hora actual, no hace falta tener muchos conocimientos de historia, o saber mucha teología para darse cuenta de que son pocos los que se mantienen con ideas claras. Hace medio siglo este cataclismo era impensable.


El Señor –por su misericordia– nos ha mantenido fieles a nuestra vocación cristiana. Pero esto no nos sirve de orgullo, sino de agradecimiento al Señor, que nos ha puesto en camino al Cielo.


Con la llamada, el Señor nos da unas cualidades especiales, una serie de carismas. Que el Señor nos ha dado precisamente para ser santos, cada uno siguiendo su camino.


«¿Cómo podré expresar la angustia de mi corazón? En un instante se me presentó la vida con toda su realidad, llena de sufrimiento, y continuas separaciones, y derramé amarguísimas lágrimas. Ignoraba entonces el goce del sacrificio» decía Teresa de Lisieux.


Pues a nosotros, por nuestra vocación también nos sucederá lo mismo: incluso en el sacrificio sentiremos goce, mejor dicho: sufrir para nosotros será llenarnos continuamente de amor.


Con la mirada que posa sobre nosotros, Dios nos invita a la santidad. El Señor nos ha llamado y busca nuestra respuesta: la correspondencia a esa llamada. Y nos estimula a la conversión y al progreso en la vida espiritual.


Pero sin provocar nunca la angustia de no llegar. Esa «presión» que sentimos a veces bajo la mirada de los demás. Y es que en la vida sufrimos frecuentemente la tensión de responder, a lo que los demás esperan de nosotros (o a lo que nos imaginamos que esperan de nosotros).


Y esto puede acabar resultando agotador. Precisamente en nuestro tiempo hay gente que desecha el cristianismo, sus dogmas y sus mandamientos bajo el pretexto de que es una religión culpabilizadora.


Pero es lo contrario: bajo la mirada de Dios nos sentimos liberados del agobio de ser «los mejores», los perpetuos «ganadores». Bajo la mirada de Dios podemos vivir con el ánimo tranquilo. Sin hacer continuos esfuerzos por mostrarnos como en nuestro mejor momento. No es necesario gastar energías en aparentar lo que no somos. Delante de Dios podemos –sencillamente– ser como somos.


Por eso no existe mejor técnica de relajación que ésta: apoyarnos como niños pequeños en la ternura de un Padre que nos quiere como somos. Y cuando seamos viejos, no nos arrepentiremos de habernos entregado al Amor de Dios en plena juventud. Los amigos, nos pararan por la calle, y nos dirán : tu eres el que más suerte ha tenido.


Eso lo dirán desde un punto de vista humano. Lo que no sabrán es la recompensa que nos espera por nuestro amor de Dios: con mayúsculas podremos decir que nuestra vida ha valido la pena. VALE LA PENA.


La gente madura es amante de la estabilidad, en el fondo, del ahorro de energías. A la persona adulta no suele gustarle tanto el cambio. Sin embargo la experiencia de la vida es experiencia de la inestabilidad humana, del cambio: la experiencia de la fragilidad.


Y esta experiencia muchas veces desemboca en la desilusión, como dicen los poetas: en las aguas agridulces del escepticismo. Y es cierto. Esta es realidad: que muy pocas cosas logran escapar del desgaste del tiempo. Las ideas se apolillan, como los trajes: las ideas con el tiempo pierden burbujas, y lo que nos entusiasmó una vez, puede parecernos ahora ingenuo, o incluso equivocado.


Pero no solamente las ideas, también los sentimientos se disipan: con el paso del tiempo un corazón enamorado, puede ceder poco a poco, y caer en la rutina. La rutina: acumulando gestos sin sentido, anodinos, como dice el poeta: en el arenal de la tibieza. Pero no sólo se le debe achacar los cambios al sentimiento también le pasa a nuestra voluntad.


Nuestra voluntad, a veces, cambia bruscamente de dirección, y lo que parecía una voluntad férrea nos asusta porque se para, o cambia. Todo lo humano es frágil: el cuerpo, los instintos, nuestra sensibilidad. Por eso, querer medir el valor de la virtud por su resistencia a todo tipo de desfallecimientos, conduce al desánimo.


Precisamente por esto, expresiones como «perseverancia»,«constancia», «tenacidad», han perdido prestigio. Porque huelen a rigidez, a uniformidad aburrida. Por eso «perseverar» puede ser algo puramente mecánico, inerte, inhumano. Porque la duración y la estabilidad no son los valores más altos.


Ninguna cosa es valiosa sencillamente porque es duradera. La inteligencia del sabio es movilísima, la rigidez del estúpido es inconmovible. Por eso la fidelidad que le pedimos a la Virgen es algo vivo, elástico, paciente: aceptar con paciencia la Cruz, las pruebas del Amor.


La fidelidad está en descubrir nuestra debilidad y por eso poner la máxima confianza en el Dios que nunca puede fallar: "Dios no se muda". Podemos decir que en nuestra vida hay dos posibles caminos.


El de la tensión, el del perfeccionismo, que de alguna manera se distancia de las cosas, y se vuelve indiferente, e impasible: como una coraza que nos aísla. Entonces se considera la virtud como un record, en plan deportivo y de autodominio.


Hablando en una convivencia, con un sacerdote bastante experimentado, mientras que hacíamos footing, al ver que otros se había quedado en la casa trabajando, me decía en broma: –Nosotros que somos ya viejos, y llevamos ya muchas convivencias como ésta, hemos llegado a la excelencia.


Porque nada que tense puede ser bueno. Era una broma, pero se refería al camino del voluntarismo. Pero también hay otro camino: que exige un corazón abierto no centrado en uno. L


a perfección no se mira, entonces, como activismo o esfuerzo, sino como entrega, adaptarse a los demás: llegar a unión con Dios y con los demás. Por eso a este camino, que es Mandamiento Nuevo de los cristianos: lo llamaban «ágape». Ese amor que todo lo sufre, todo lo espera y que es fundamento de todas las virtudes. Ese amor que es un continuo comenzar y recomenzar.


Que es lo menos parecido a una virtud petrificada. Al revés, como todo amor, es tremendamente activo. No es la permanencia en una postura, sino un amor que sabe adaptarse a las nuevas circunstancias.


Por eso la fidelidad es algo vivo. En la vida cristiana la perseverancia tiene que ser fidelidad viva. Fidelidad no una a doctrina, sino a una Persona. Ser fiel a nuestro Señor es volverse dócil, con elasticidad.


Aceptar con paciencia el amor de Dios que nos prueba. La paciencia que al lo largo del tiempo ha descubierto su debilidad. Y busca a Dios que nunca puede fallar.


No se trata de perpetuar una cosa que hicimos hace años, sino de inventar nuevas formas de decir «fiat»: hágase. Nuevas formas de cantar un cántico nuevo cada vez. Hablar de comenzar y recomenzar no es revivir el mito pagano de Sísifo: condenado siempre a repetir lo mismo.


Para nosotros comenzar y recomenzar tiene que ver mucho con amare y redamare. Nuevas formas de cantar la misma canción. La canción que oímos en nuestra juventud. A veces resulta extraño oir las canciones que les gustan a las personas mayores.


–¿Cómo le puede ilusionar oír en el lo de «la falsa moneda»?


–Claro, si es lo que oía en su juventud. La canción de nuestra juventud, que ahora también cantamos.


La Virgen es la que lleva el ritmo de esa melodía de la fidelidad: comenzar y recomenzar es renovar el «fiat», el hágase, en cosas nuevas. Comenzar y recomenzar en nuestro caso es la actitud de conversión.


No se trata tanto de convertirnos un día, sino en estar abiertos a cambiar una y otra vez. Esta es «la copla de nuestra existencia, pecar y hacer penitencia». Este es el ritmo de nuestra vida: tocar nuestra melodía con instrumentos cada vez más sencillos.


Adaptanos al ritmo de Dios. San Agustín llama a la Virgen «Tympanistria nostra», nuestra timbalera: la que marca el compás de nuestra fidelidad.


–Tympanistria nostra, Virgo fidelis, ora pro nobis.


–Ruega por nosotros, para que sepamos comenzar y recomenzar, con el ritmo que nos marcas desde el cielo.

FORO DE MEDITACIONES

Meditaciones predicables organizadas por varios criterios: tema, edad de los oyentes, calendario.... Muchas de ellas se pueden encontrar también resumidas en forma de homilía en el Foro de Homilías