lunes, 15 de septiembre de 2008

TACONES LEJANOS

Dice la Escritura que Jesús se levantaba temprano para hacer oración.

Lo hacía así para encontrar un poco de calma, porque Dios habla bajito y hace falta silencio para escucharle.

En este curso de retiro, el Señor quiere hablar contigo. Te quiere ayudar.

Jesús ¿por qué a veces te vemos como alguien lejano y frío? Enséñanos a orar para conocerte más.

Se cumplen todas las condiciones. Estamos en un sitio tranquilo y en un ambiente más silencioso.

Cuentan que estaban en Torreciudad un grupo de chicas haciendo un rato de oración en la Capilla del Santísimo.

Allí hay un crucifijo de gran tamaño, de bronce dorado, con una expresión de serenidad y viveza tan grande que parece que habla al que mira.

Allí estaban estas chicas rezando en silencio, mientras que se oía a lo lejos el ruido que producían unas señoras que visitaban el Santuario: con el típico sonido que hacen los tacones lejanos.

Hasta que ese grupo de mayores decidió inspeccionar la Capilla del Santísimo, donde las chicas empezaban a ponerse nerviosas por el trasiego de las señoras.

Iban entrando a la Capilla, mientras abrían la puerta y cuchicheaban. Y una de ellas, que parecía ser la más enterada, refiriéndose al crucifijo dijo a media voz, pero perceptible a todo el mundo, no sólo a la persona que le estaba enseñando, dijo:

–Mira, ese es el Cristo que dicen que habla...

Y en aquel momento, una de las chicas que había oído lo del «Cristo que dicen que habla», replicó con gracia:

–Señora, habla si ustedes le dejan.

–Señor que te dejemos hablar. Que no nos impacientemos porque al principio no te oigamos, que no dejemos de intentarlo.


–Enséñanos a hacer oración, le decimos como los apóstoles. Enséñanos.

Ahora, Jesús te oye y te ve.
Aunque tú no le veas, Él te ve. Aunque parezca que no le oyes, Él te oye. Porque Jesús se mueve, actúa, habla, mira, siente…

Es bueno que sepas que lo que te preocupa y alegra Dios lo sabe: una amiga, un pariente, tus ganas de hacer bien las cosas, lo que te agobia y entristece, tus proyectos, tus cansancios.

A Jesús le interesa mucho que le cuentes tú vida: padres, hermanos, amigos, estudio, deporte, aficiones, enfados, etc. De esa conversación salen cosas interesantes. Verás todo como lo ve Él.

En esos ratos sale de todo, como en una conversación de teléfono. ¿Quieres ponerte a hacer oración? Cuéntale todo eso como si se lo contaras a tu mejor amiga.

Que hables con Dios de Tú a tú, con tus propias palabras: Jesús, te ofrezco este rato de oración…; ayúdame a sonreír en casa que hoy estoy cansada…; intentaré no enfadarme con el pesado de mi hermano…; dame fuerzas para no ver esta que te ofende porque me lleva a tener pensamientos que no te gustan…

Si hablas así, al final conseguirás oírle.

Me contaba una persona que, en su oración, le contaba unos rollos increíbles al Señor. Pero, que la cosa iba mejor porque estaba empezando a hablar menos y a escuchar más.

Debemos esforzarnos por ir a la oración sin tacones, recogidos. Sin ruido interior. Tranquilas. Sin música de fondo.

Mirarle y leer algo que nos ayude a imaginarnos a Jesús, a darnos cuenta de que está aquí.

Después de cada rato de oración, deberías poder responder a estas preguntas: ¿qué le has dicho a Dios? ¿y qué te ha dicho?

–Señor, enséñanos a hacer oración.

Entonces, en la oración, se produce un gran milagro diario: Jesús y la Virgen consiguen que cambiemos de manera de pensar. Entramos muy enfadados con una persona y salimos solo enfadadillos. Empezamos agobiados con algo, un examen, una preocupación, y salimos más seguros. Así actúa Dios en el alma de quien hace oración de modo habitual.

Solemos pensar que la culpa de todo la tienen los demás (padres, profesores, compañeros).

En la oración, el Señor, hará que te preguntes: ¿y tú qué puedes hacer para que tus padres estén contentos? ¿No podrías tener más paciencia con esa amiga y perdonarla? ¿Por qué no me ofreces una hora de estudio pidiendo por el Papa?

Al demonio le da pánico que te pongas todos los días en silencio delante de Dios, porque sabe que la oración te hará santa.

Por eso, intenta que no la hagas, que te excuses: estoy muy ocupada, ya la haré después, cuando acabe de ver el tuenti.

La gran tentación del diablo es esta: no hables con Dios, porque siempre te pedirá cosas: que ayudes en casa, que sonrías, que estudies más, etc. Te va a complicar la vida.

Como sabes, toda tentación es una mentira, un engaño, una verdad a medias.

Sí, Dios pide cosas pero para hacernos felices.

–Señor ¿por qué me pides que sea menos perezosa, mentirosa, amable con las demás, trabajadora, generosa con mi tiempo…? ¿Por qué?

¿No será porque si te digo que sí seré más feliz?

Sí. Es más feliz el generoso que el egoísta, el sincero que el mentiroso, el humilde que el soberbio, la cristiana que la frivola etc.

Hace poco leí una entrevista a una mujer conocida que estuvo seis años secuestrada.

Ella misma cuenta su cambio interior fruto de la oración, de haberse dado cuenta de que el Señor estaba su lado, de que no estaba sola.

Te leo sus palabras: Estar secuestrada te coloca en una situación de constante humillación. Uno es víctima de la arbitrariedad más absoluta, uno conoce lo más vil del alma humana. Llegados hasta aquí, uno tiene dos caminos. O dejarse afear, volviéndose agrio, gruñón, vengativo, dejando que el corazón se llene de resentimiento. O elegir el otro camino, aquel que Jesús nos ha mostrado. Él nos pide: bendice a tu enemigo. Cada vez que leía la Biblia, sentía que esas palabras se dirigían a mí, como si estuviera delante de mí, sabía qué tenía que decirme. Y esto me llegó directo al corazón. Sé, siento que se ha producido una transformación en mí y esta transformación la debo a este contacto, a esta capacidad de escucha de aquello que Dios quiere para mí.

Ahora estamos haciendo oración. Como te habrás dado cuenta de vez en cuando, me estoy dirigiendo al sagrario para hablarle.

Es bueno que se produzca ese diálogo directo: –Señor, ¿estás contento conmigo? ¿En qué quieres que mejore?

La Virgen nos da un consejo: «haced lo que Él os diga». Ayúdanos Madre nuestra a escucharle, y, sobre todo, a no dejar nunca la oración.

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