lunes, 15 de septiembre de 2008

PISANDO FUERTE

A todos nos resulta antipática una persona que va por la vida con ciertos aires de superioridad, que cree que tiene siempre razón, y que, además, no se deja aconsejar y mira por encima del hombro a la gente, como perdonando vidas.

Hay gente que va como pisando fuerte. Tanto que, si en su camino se encuentran con obstáculos, no les importa pasar por encima.

Son las llamadas prepotentes. Parece como que el mundo tiene que girar alrededor de ellas. Se oyen a sí mismas y a nadie más. Están obsesionadas por caer bien y que resalte su figura.

Viven como en una pasarela de moda. Quieren que todos la miren. Creen que el sol sale para iluminarlas a ellas. Andan como si tuvieran siempre tacones, por encima de los demás.

Lo único que oyen son sus propias pisadas. Se entretienen pensando en las cosas buenas que hacen, y en contarlas a todo el mundo. Las cosas malas, las que no le salen o son incapaces de conseguir, las ocultan, no hablan de ellas. Se enfadan si alguien se las recuerda o se las dice.

Tienen envidia de que otras sean mejores, por eso las critican sin compasión. No aceptan que alguien sea más guapa, más simpática, que saque mejores notes, incluso que recen más que ella.

Una persona así es repelente. No cae bien. Su simpatía es postiza. Se autodestruye, desaparece en cuanto descubres cómo es realmente.

Por eso, este tipo de persona no tiene amigos de verdad, se queda sola porque no hay quien las aguante.

En cambio, las personas que admiten sus errores, que no están todo el día justificándose y piden perdón. Esas caen bien. Por eso es lógico que estén rodeadas de gente que las quiere.

Estos dos tipos de personas, la prepotente y la humilde, las describe muy bien el Señor en el Evangelio.

En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: –«Dos hombres subieron a orar».

Uno de ellos se colocó de pie, cerca del altar. Allí era fácil que le viera rezar todo el mundo. Y, estando así empezó a compararse con los demás y a decir todas las cosas buenas que hacía él.

En realidad no hablaba con Dios, porque no quería escucharle, solo hablaba de él y de lo bueno que era: «¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo».

El otro pobrecico entró en el templo y se puso atrás, con la cabeza baja, «no se atrevía a levantar los ojos» y decía una y otra vez: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador».

Jesús al terminar la parábola dijo: «Os digo que este bajó justificado, y aquél no». El que se quedó atrás le cayó bien a Dios, el otro no.

La persona prepotente están todo el día pendientes de sí misma, de manera obsesiva.

De si le han mandado un sms. Miran y vuelven a mirar una y otra vez como si fuera un tic nervioso que no pueden evitar.

O se aíslan de los demás oyendo SU música (MP3, iPOD) o se encierran en su Tuenti, SU mundo, un sitio donde por fin todo gira alrededor de una misma. Y están pendientes de si quedo bien o mal, o qué foto pongo o qué frase escribo…

Una persona así, ensimismada consigo no tiene verdaderas amistades. Todo lo aprovecha para ella. Critican, se ríen de los defectos de los demás, cotillean sin control…

Por eso, es muy difícil que alguien así llegue a conectar con nadie, tampoco con el Señor. Van todo el día a lo suyo.

Este verano estuve visitando a una persona en un hospital. En la cama de al lado había un chico con el que empecé a hablar en una de las visitas.

Como a la gente la presencia de un cura le da cierta confianza, me contó que iba a cortar con su novia porque había venido poquísimo y que, cuando venía se iba a fumar un pitillo y no volvía hasta después de 40 minutos, justo para despedirse… Se le veía apenado porque no se lo esperaba.

El otro tipo de personas, las humildes, tienen más capacidad de hacer amigas de verdad, de esas que duran. Por eso, también tienen facilidad de tratar al Señor.

Y la amistad con Jesús les lleva a saber escuchar a los demás, a interesarse por sus cosas, a no criticar, hacer favores sin pedir nada a cambio, a no ser vengativas ni rencorosas… Alguien que vive así se nota.

Van pisando fuerte, pero de otra manera, de manera simpática. Caen bien a los demás y, lo que es más importante, también a Dios.

El diablo es prepotente. El primer pecado fue el suyo: el no serviré a Dios.

Y el primer pecado de la humanidad, el de Adán y Eva, también fue de orgullo: «seréis como dioses».

El enemigo número uno de la felicidad es la soberbia, el orgullo, el yo.

Cuando queremos ser el centro, desplazando a Dios y a los demás, es un desastre y, además se pasa mal.

Una persona así sufre. Está todo el día dándole vueltas a las cosas como una peonza: si me han dicho, si me valoran, si no me tienen en cuenta, si he quedado bien o mal, etc.

Acaba sintiéndose mal, mareada de sí misma.

El fariseo, el primero que entra en el templo a orar, parecía el más feliz porque no era como los demás.

La mujer moderna tiende a ser autosuficiente: no le gusta depender de nada ni de nadie, ni deber favores, o tener que pedir ayuda. Quiere ser independiente y vivir su vida.

El publicano en cambio, parece que es un pringadillo que no le sale nada. Pero, lo que es más importante, reconoce su culpa y además lo dice. Por eso le cae tan bien a Dios.

El humilde está siempre de buen humor porque su actitud le deja muy tranquilo: dice lo que hay, pide perdón y se queda tan pancho.

El orgulloso no. Muchas veces se entristece porque las cosas no le salen o porque no ha quedado como quería.

La humildad es la verdad: hacemos cosas bien y hacemos cosas mal. Hay cosas que nos salen a la primera, y otras que no.

Quien diga que lo hace todo bien (no tengo nada de lo que arrepentirme), o todo mal (soy un desastre, no sirvo para nada), no se conoce.

Ser humilde no es ir cabizbajo o decir tonterías de uno mismo. Ni tener poca personalidad. Es aceptar la realidad: Dios es Dios, y yo soy una criatura (antes de nacer yo, el mundo ya existía; y cuando me muera seguirá existiendo).

Y es alegrarnos con nuestra grandeza de ser hijos de Dios. Descubrir lo más grande que tenemos que es que podemos tratar a Dios. Por eso estás aquí, en un curso retiro.

Lo mejor para ganar en humildad es la sinceridad. El orgulloso oculta sus defectos y exagera las virtudes, se excusa o echa la culpa a los demás, etc.
La sinceridad lleva a estar bien con uno mismo. Me pasa esto y esto. Esto lo hago bien y esto mal. Cuanto más sincera más contenta.

Dios se fijó sobre todo en la humildad de María. No en su belleza física o en su simpatía que era mucho, sino en su humildad.

Dijo entonces María: (…) porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones (Lc 1, 48).

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