lunes, 15 de septiembre de 2008

LIMPIEZA GENERAL

Un día Jesús entró en el Templo de Jerusalén para rezar y se llevó una desagradable sorpresa:

«Encontró (…) a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas en sus puestos» (Jn 2, 14).

En medio de aquel Templo tan maravilloso, porque era la casa de Dios, habían puesto tenderetes como si fuera el mercadillo de un pueblo.

Supongo que habrás ido alguna vez al mercadillo. Allí hay de todo: ropa, sandalias, gorros, cinturones, zapatillas, camisas demasiado baratas, trajes colgados de una percha, sombreros de paja con lazos enormes…

El mismo ambiente habría en el Templo: gritos, voces, movimiento, risas… Así era imposible rezar.

Allí todo el mundo estaba pendiente de mil cosas, menos de Dios.

Supongo que recordarás lo que hizo Jesús viendo todo aquello: «Con unas cuerdas hizo un látigo y arrojó a todos del Templo, con las ovejas y los bueyes; tiró las monedas de los cambistas y volcó las mesas. Y les dijo a los que vendían palomas: —Quitad esto de aquí: no hagáis de la casa de mi Padre un mercado». (Jn 2, 15-16).

Hizo una limpieza general.

Nuestras almas son templos de Dios, lo dice San Pablo. Y dentro, a veces ocurre lo mismo que en el Templo de Jerusalén.

Se van acumulando cosas que no deberían estar allí: perezas, malos hábitos, pecados de desobediencia, mentiras, rencores, envidias, frivolidad, sensualidad.

Si de vez en cuando no se hiciera una limpieza general en los cuartos, la porquería al final te come.

Recuerdo un día que intenté entrar en el cuarto de un residente del colegio mayor, y no pude abrir ni siquiera la puerta de la cantidad de cosas que había por el suelo.

El armario lo tenía muy ordenado, estaba vacío.

Las personas que no hacen un curso de retiro son como esas habitaciones donde no se barre ni se ordena nunca nada.

Un lugar así cada vez tienen más polvo, no menos. El Curso de retiro ayuda mucho a poner orden en nuestra alma y en nuestra vida.

Después de que Jesús echara a todos del Templo, aquello volvió a ser lo que era. Ya se podía rezar a Dios.

Tus pecados no son algo propio de ti, como pueden ser los ojos o las orejas.

Son algo postizom como las ovejas que estaban en el templo. Afean tu alma y te impiden rezar.

Por eso, es bueno que primero eches todos tus pecados para poder aprovechar estos días.

–Señor, limpia muy bien mi alma.

Por eso, te aconsejo que con la ayuda del sacerdote hagas una buena confesión.

Confesarse cuesta.

La personas que tienen pecados y no se confiesan le cuesta muchísimo rezar, se aburren de Dios.

¿Cómo va a hablar una persona con otra si no le ha pedido perdón por algo que le ha dolido?

La confesión es como una medicina que cura. Te baja la fiebre y te deja hacer cosas. ¿Has visto a una persona con gripe? No tiene ganas de nada: ni de leer, ni de hablar, ni de comer, ni de sonreír…

Es como un cojín puesto ahí sin más, no hace nada, está. El pecado nos impide rezar bien.

Pedir perdón a Dios nos mejora, no hace estar activos, con chispa y, el Señor, también está más a gusto dentro de nosotros.

Vamos a pedirle ayuda a la Virgen. Que prepare nuestra alma como preparó el portal de Belén. Que nos ayuda a hacer una buena buena limpia para recibir al Señor en la comunión.

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