lunes, 22 de septiembre de 2008

LA AMISTAD CON DIOS

La conversión tiene un camino concreto que recorrer.

Para fortalecer nuestra entrega, la solución es la Humanidad Santísima de Jesús.

«Ese es el camino para acercarnos a Dios», dice San Josemaría (Amigos de Dios, n. 299).

A través de su Humanidad, Dios nos dice: «venid vosotros, benditos de mi Padre» (Mt 25, 34).

«Seguir a Cristo: ese es el secreto» (Amigos de Dios, n. 299): el camino para recuperar la salud del alma y del cuerpo.

Está comprobado que, al nombre de Jesús los muertos resucitan, los sordos oyen, los cojos andan.

Cualquier enfermedad se cura por muy avanzada que esté.

La primera lectura de la Misa, nos cuenta un milagro que hizo San Pedro pronunciando el nombre de Jesús. Miró fíjamente a un cojo de nacimiento y le dijo:

«No tengo plata ni oro, te doy lo que tengo: en nombre de Jesús de Nazaret, echa a andar. Al instante, cuenta la Esceitura, se le fortalecieron los pies y los tobillos» (Hch 3, 1-10).

El solo nombre de Jesús cambia las vidas.

San Josemaría aconsejaba cómo hacer para tratar su Humanidad.

Escribió como dedicatoria a un un libro sobre la Pasión del Señor: «que busques a Cristo, que encuentres a Cristo, que ames a Cristo».

El esfuerzo por buscar a Jesús, por hacer verdadera amistad con Él, es algo que de por sí es eficaz.

Por eso, el Fundador del Opus Dei decía, como quien lo tiene bien experimentado:

«Si obráis con este empeño me atrevo a garantizar que ya lo habéis encontrado, y que habéis comenzado a tratarlo y a amarlo, y a tener vuestra conversación en los cielos».

«No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de Nuestro Señor Jesucristo» (Amigos de Dios, n. 299-300).

Viendo la eficacia de tratar la Humanidad de Jesús, se entienden mejor las palabras del salmista: «Que se alegren los que buscan al Señor» (Sal 104). Porque solo buscarle da mucho fruto.

Por eso es bueno seguir el consejo que el mismo salmo nos da: «Recurrid al Señor (…), buscad continuamente su rostros» (Ibidem).

Volver una y otra vez a mirarle. Dejar que su Humanidad actúe en nosotros.

Ese es el camino de la amistad con Dios. Esforzarnos por tratar a Jesús de Nazaret.

Hay personas entregadas que se quejan de están encuentran solas. Rezan, reciben los sacramentos y aún así sufren de soledad.

Adoran a Cristo como Dios, se alimentan de Él en la comunión, pero tienen escasa o ninguna amistad con Jesús, no tratan su Humanidad.

Rezan y a la vez suspiran por tener a su lado alguien que les comprenda y consuele.

Alguien a quien manifestar en silencio pensamientos que las palabras no pueden expresar.

Y buscan el consuelo en cosas tontas: una película, un corte de pelo, la comida, quedar bien, una revista, ropa nueva, un afecto que no va.

No comprenden que justamente ese es el puesto que está reclamando el Señor, el sitio que quiere ocupar.

Está deseando ser admitido, no en lo más alto de la conciencia, sino en el rincón más oculto del alma.

Allí donde el hombre es él mismo, donde se encuentra más profundamente solo (La amistad de Cristo, Robert H. Benson, p. 20).

–Señor ocupa el sitio que te corresponde.

Jesús amó a Lázaro igual que nosotros podemos querer a un amigo. Es a través de su Humanidad el camino de acercarse a nosotros.

Ese es el auténtico secreto de los santos: el trato de amistad con el Señor.

Vamos a pedirle ayuda para no caer en el peligro de rezar sin tener amistad con Él.

De, a lo mejor, confesarse porque haya que hacerlo, sin más. O luchar contra nuestros defectos simplemente para evitar el qué dirán, o porqué nos insisten constantemente.

–Jesús que haga las cosas por agradarte, como hiciste Tú cuando vivías en Palestina.

Si no actuamos así. Si no caminamos a su lado, la santidad es imposible porque no se avanza (22).

–Señor, que no me canse de buscar tu Humanidad.

La amistad humana es entre dos personas y comienza con un detalle externo. Captamos una frase, una inflexión en la voz, una forma de mirar o de caminar.

Todo eso parecen como señales de un universo que se esconde detrás de esa persona. Entonces nos damos a conocer y, al mismo tiempo, conocemos al otro.

La amistad con Jesús puede comenzar en el momento de recibir un sacramento, o al arrodillarse delante del Belén o haciendo el Via Crucis.

Un día descubrimos que aquel Niño del portal, que tiene los brazos abiertos, quiere abrazar también nuestra alma.

Otro día estamos meditando la Pasión, viendo a Jesús ensangrentado y eso nos hace ver cosas que antes ni sospechábamos.
Detalles aparentemente insignificantes que golpean la puerta de nuestra alma. Es el Señor nos llama y nosotros que respondemos.

Nos complementamos con Él. Así se inicia una amistad Divina y humana.

Nuestra oración, hasta ese momento, ha consistido en reflexionar sobre un tema, o en buscar la solución a un problema, teniendo siempre el reloj a la vista para no pasarnos de la hora.

Pero, iniciada la amistad con Dios, todo cambia. Intuimos su presencia en el sagrario.

Esa amistad, rompe el molde donde habíamos metido al Señor con nuestra imaginación.

Entonces nos damos cuenta de que Jesús vive. Se mueve, habla, actúa, toma un camino u otro, y todo en nuestra presencia.

–Señor, desvélanos los secretos de tu Humanidad. Que te conozcamos. No solo tus obras, esas ya la conocemos desde que somos pequeños.

La diferencia de tratar a un amigo o a un conocido es que, con el segundo, el conocido, tratamos de disimular para que se lleve una buena impresión de nosotros.

Y por eso, empleamos el lenguaje como si fuera un disfraz y la conversación como un camuflaje que tapa nuestros defectos.

Con un amigo todo es distinto. Nos mostramos como somos. Le abrimos el corazón.

Hasta ahora el Señor ha aceptado todo lo que le hemos dado. Se ha contentado con poco.

Ahora pide que nos demos nosotros mismos, que nos abramos completamente, que seamos auténticos, no cumplidores. Porque la amistad exige una sinceridad total con Él.

Cuando surge la amistad con Dios, entonces el alma le dirige a Jesús, alguna vez, unas palabras. Y, el Señor, a veces le habla en el corazón (26–31).

Cuando surge la amistad y miramos a Jesús crucificado, nos damos cuenta de que es inocente, que no tiene ninguna culpa.

Y no solo eso, sino que, además, es Dios encarnado. Así si que es fácil querer estar a su lado Él, desagraviarle, hacer cosas que nos cuestan.

El sacrificio se convierte un deseo de darle agua fresca en lugar de vinagre al amigo sediento que nos lo está pidiendo.

Cuenta el Evangelio como los discípulos que iban a Emaús hasta que no descubrieron a quién tenían a su lado no reaccionaron.
«Se les abrieron los ojos y lo reconocieron» Entonces se dieron cuenta de que «ardía su corazón» mientras le escucharon por el camino (cfr Lc 24, 13–35).

–Señor, a nosotros nos pasa lo mismo que a Cleofás y su compañero: en el sagrario tampoco te vemos con claridad.

Ábrenos los ojos. Que te descubramos a nuestro lado, en nuestro camino.

La Humanidad Santísima de Jesús. Que no nos acostumbremos a estar sin ella, porque ese es el camino de nuestra entrega.

Qué mejor que acudir a nuestra Madre, la Madre de Jesús para que nos lleve una y otra vez hasta su hijo. Que así sea.

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