viernes, 29 de agosto de 2008

LÓGICA DIFUSA

Pedro no acepta que Jesús tenga que sufrir y morir (cfr. Evangelio de la Misa Mt 16, 21-27).

Cuando el Señor les explica que va a tener que padecer mucho, Pedro le responde: «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte».

Hoy también el sufrimiento es la asignatura pendiente del Estado del bienestar. Este nuevo mesianismo tampoco entiende el valor de la cruz.

Una señora, que sí entiende el valor de la cruz, me pedía que rezase para que su padre mejorara de una enfermedad. Está internado en el hospital.

Aunque está muy mal, pedía que por lo menos se recuperara para la boda de su hija. Sería, decía con razón, una boda un poco triste si él no estuviera.

–Señor, te pedimos ahora en nuestra oración, que, si es tu voluntad, se mejore esta persona y salga todo bien.

La cruz aparece. No todo sale como lo hemos previsto o nos gustaría.

Mucha gente se enfada con Dios porque permite el sufrimiento: no entienden el valor de la contrariedad.

Y el sufrimiento aparece, tarde o temprano, y a veces cuando menos te lo esperas.

Hace pocos meses, yendo a celebrar Misa temprano, me paró una mujer por la calle. Me suelo cruzar con ella a menudo, pero nunca habíamos hablado antes.

Empezó a contarme todas las desgracias que le habían sucedido en las últimas semanas.
Necesitaba desahogarse. A su marido le habían diagnosticado una enfermedad grave. Su hijo había tenido un accidente de moto y se había quedado parapléjico.

Otro de sus hijos se había escapado del hospital donde se estaba rehabilitando por el alcohol. Y, para colmo de males, tres días antes se le había caído en el brazo izquierdo, que tenía vendado, una sartén con aceite hirviendo.

Cuando terminó, le dije que rezaría por ella y por los suyos. También me vino a la cabeza un consejo que le di: que fuera a una iglesia, se pusiera cerca del sagrario y que se quedara allí, quieta, con Dios, cerca de Él.

Indudablemente muchas cosas no salen como Dios querría, pero todas (también las que Él no desea) sabe utilizarlas para el bien.

La sabiduría de Dios convierte las situaciones malas en buenas.

Y si no que se lo digan a San Pablo. Cuando mataron a pedradas a San Esteban, él estaba allí bendiciendo ese asesinato. ¿Quién iba a decir que el perseguidor de los cristianos iba a convertirse en Apóstol?

No debemos inquietarnos ante el mal, el dolor o las cosas que no salen. Si nos ponemos en las manos de Dios todo se arregla. Ya se ve que su lógica es distinta a la nuestra.

A la vuelta de las vacaciones, me volví a encontrar con la señora de las desgracias. Tenía otra cara. Ya no lo veía todo tan negro.

Algunas cosas habían mejorado. Su marido estaba mejor, y su hijo alcohólico volvió al hospital.

Al final me dio las gracias por el consejo de buscar al Señor en el sagrario y estar con Él. Le sirvió y lo sigue haciendo.

Dios entiende que nuestra primera reacción ante el sufrimiento sea de rechazo, y que, incluso que nos quejemos un poquito.

Hay profetas que se han quejado mucho. Por ejemplo Jeremías, refiriéndose a Dios dijo: «No me acordaré de él, no hablaré más en su nombre» (cfr. 20,7-9: Primera lectura). Y esto nos consuela, porque los santos tenían defectos, como nosotros.

San Josemaría, cuando moría una persona joven que podía trabajar muchos años más en servicio de Dios, se quejaba por dentro en su oración. Luego rectificaba y le decía a Dios unas palabras muy bonitas que podemos repetir ahora:

–Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada, la justísima y amabilísima voluntad de Dios sobre todas las cosas. Amén. Amén.

Es curioso, cualquier situación, por dura que sea, se hace más llevadera cuando nos ponemos a hacer oración.

Algo ocurre cuando estamos delante de Dios. La oración nos hace digerir lo que más nos duele, aunque no lo entendamos.

Ya se ve que en la tierra nuestra lógica siempre será un tanto difusa: por eso San Pablo nos dice que tenemos que renovar nuestra mente (cfr. Rom 12, 1-2: Segunda lectura).

San Agustín cuenta en su libro de Las Confesiones la muerte de su madre.

Es un testimonio impresionante, que nos enseña como algo tan terrible a los ojos humanos como es la muerte, las personas santas la acogen con ánimo positivo.

Unos días antes de que cayera enferma, estaban los dos solos, madre e hijo, hablando apoyados en una ventana que daba a un jardín interior.

Surgió de manera espontánea el tema de la vida eterna.

Santa Mónica dijo: –«
una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces (…) ¿Qué hago ya en este mundo?

»Al cabo de cinco días, cuenta San Agustín,
cayó en cama con fiebre (…). Viendo que estábamos aturdidos por la tristeza, nos dijo: –Enterrad aquí a vuestra madre.

»Yo callaba y contenía mis lágrimas (…). La Santa les dijo a él y a su otro hijo: –(…) lo único que os pido es que os acordéis de mí ante el altar del Señor en cualquier lugar donde estéis».

Nueve días después moría con solo 56 años (cfr. Confesiones, lib. 9, 10-11: CSEL 33, 215-219).

Las personas que están cerca de Dios, piensan distinto cuando se presenta el sufrimiento.

Cada día necesitamos un plan renove de nuestra alma. Hemos de hacer como los santos, que aunque no siempre acertaban, hablaban frecuentemente con Dios. Y el Señor les ayudaba a rectificar.

María meditaba en su corazón las cosas que no entendía, y así se iba haciendo al querer de Dios, que, como es bueno, siempre acierta.

martes, 5 de agosto de 2008

AFÁN APOSTÓLICO

Dios es Amor, Deus cáritas est, nos dice San Juan. En pocas palabras no se puede decir más. Así es Dios.

Lo que sucede es que, al tratarse del Ser más elevado, sería imposible verlo si no se hubiera encarnado.

Por eso a Dios lo contemplamos en Jesús. Y el Amor de Dios se encarna en Él: en este hombre maravilloso.

Vamos a pedirle, al inicio de nuestra oración, que nos de su luz para que entendamos como tenemos que imitarle.

Danos tu luz y tu verdad.

Quizá nos vienen a la cabeza aquellas palabras suyas: –A vosotros os he llamado amigos.

Este es el nombre que Dios nos da. La definición que nosotros hacemos de Dios es que es Amor. La hizo el Apóstol Juan. Y el Señor nos llama a nosotros, nos define como amigos. Eso somos los hombres para Dios.

Jesús, Dios hecho hombre, manifiesta su Amor teniendo amigos. Así nos hace ver que si el hombre quiere parecerse a Dios, tiene que concretar la caridad en la amistad.

La amistad es lo que el hombre tiene que desarrollar para parecerse a Dios.
Pues el Señor quiere tener muchos amigos, porque Él es Amor.

Precisamente a los santos se les llama amigos de Dios. No sólo sus hijos. Hijos suyos somos todos, pero puede ser que no seamos amigos.

Todos lo hombres somos hermanos de Jesús, pero no todo el mundo tienen un trato de amistad con Él.

Para que haya amistad tiene que haber correspondencia entre las dos personas. Entre un hermano y otro hermano, entre un padre y un hijo, no se da por hecho de que tengan amistad. La cuestión biológica tira mucho. La sangre es fuerte, pero la amistad no puede darse por supuesto.

Incluso en el terreno espiritual: por el hecho de nuestra adscripción a la Iglesia, no por eso somos amigos de Dios.

El último Concilio nos habla de que todos los cristianos debemos aspirar a la santidad. Y para ser santos la primera virtud que tenemos que cultivar es la caridad.

Y en este sentido, la Iglesia, en la fiesta de San Josemaría, dice que fue elegido por Dios «para proclamar la llamada universal a la santidad y al apostolado».

Porque no es sólo que debemos salvarnos nosotros, sino que hemos de pensar en la felicidad de los demás.

Y es que el apostolado es una manifestación de la caridad.

San Josemaría escribió: «El principal apostolado que los cristianos hemos de realizar en el mundo, el mejor testimonio de fe, es contribuir a que dentro de la Iglesia se respire el clima de la auténtica caridad (...)

Universalidad de la caridad significa, por eso, universalidad del apostolado
» (Amigos de Dios, n 226, 1)

Cuando incorporemos en nuestra vida esta verdad, que el apostolado es igual a la caridad, entonces el apostolado dejará de ser una cosa que se realiza de vez en cuando.

Porque el apostolado cristiano no es un ejercicio de captación. Sino una forma de concretar el amor que tenemos a los demás.

En el Evangelio se nos cuenta el espíritu de iniciativa de algunos judíos vibrantes. Aquellos, aunque no eran cristianos, no obstante eran muy celosos: no les importaba viajar lo que fuese por conseguir la adscripción de una persona.

Es muy admirable ese celo, y por eso se cita. Sin embargo, la motivación de toda esa actividad no estaba bien enfocada, no era una cosa recta. Lo que buscaban era la gloria humana de su pueblo.

Aquellos hombres eran activos, porque la vanidad es muy sacrificada. Pero su labor no estaba centrada en la caridad, sino en el amor propio. Querían hacer discípulos para ellos mismos.

Por eso el Señor les dice «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que vais dando vueltas por mar y tierra para hacer un solo prosélito y, en cuanto lo conseguís... puntos suspensivos (Mt 23,15).

El Señor no les recrimina que se muevan, sino que lo hagan por un motivo poco recto. Lo que les importaba era apuntarse un tanto; una vez que lo habían conseguido lo que pasara después les daba igual.

Uno de estos hombres fue San Pablo. Y cuando se convirtió, el proselitismo de este fariseo, hijo de fariseo, organizó una autentica revolución.

El proselitismo de San Pablo, era un apostolado basado en el amor de Dios. Pablo deseaba ardientemente que todos los que se encontraba en su camino, también fuesen amigos del Señor.

El fuego de su caridad le urgía a llegar hasta el extremo del mundo. No sólo quería convertir a su pueblo, sino a los gentiles.

Quería convertir a los magistrados que le juzgaban. Y una vez condenado, convirtió no sólo a los presos, y al carcelero, sino también a la familia del carcelero.

Su actividad no se resumía en Vanitas nostra urget nos, sino en que la Caridad de Cristo nos mueve. Porque Jesús quiere pasar la eternidad rodeado de amigos. Y como decía San Josemaría: La caridad exige que se viva la amistad.( Forja n 565):

En un cristiano, en un hijo de Dios, amistad y caridad forman una sola cosa: luz divina que da calor.

Por eso nuestro apostolado debe ser un apostolado de amistad. No un apostolado de propaganda, ni de invitación a reuniones.

La amistad es la base de la labor. Si hay caridad, hay amigos, y si hay amigos será fácil llevarlos al Señor.

Hablando de la amistad decía un periodista el año pasado: «La amistad es una de las columnas vertebrales sobre la que se sostiene el mundo y sobre la que se construye la vida de las personas» (La Opinión de Málaga, 28 de julio de 2007, p. 23).

Y sigue diciendo el periodista: «Es importante tener amigos, pero quizá sea más importante saber cuidarlos y conservarlos.

Por eso es tan hermoso y profundo aquel viejo proverbio: recorre frecuentemente el camino que lleva al huerto del amigo, de lo contrario crecerá la hierba y no podrás encontrarlo fácilmente».

Por eso San Josemaría identifica la caridad con la amistad. Dice: En un cristiano, en un hijo de Dios, amistad y caridad forman una sola cosa luz divina que da calor (Forja, n. 565).

Y en la base de la amistad está la «confidencia». No puede haber amistad sin trato confiado.

Lo dice el Señor: «os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,14).

Precisamente el Señor a sus amigos les da a conocer su intimidad. Si no hubiera habido esa comunicación, la amistad sería una cosa de nombre. Porque en la base de la amistad está el trato personal. La amistad no es grupal. Y si queremos llegar a mucha gente tiene que ser uno a uno.

Hemos de imitar al Señor en su dedicación personal por cada uno de nosotros. Jesús trataba a personas concretas. Quiere a gente con nombres y apellidos, que tienen una historia, unos gustos, una situación familiar concreta...

Cada día nos encontramos con mucha personas individuales. Empezando por los que viven y trabajan con nosotros.

Vamos a pedirle ayuda al Espíritu Santo, como hicimos al principio de la meditación, para que nos ayude a hacer las cosas bien:

Quema con el fuego de tu amor. Para que aprendamos y enseñemos el apostolado de amistad y confidencia.

Pensamos en la Virgen. Su apostolado, como el nuestro, no es un apostolado de masas. María lo que hizo es tratar personalmente a sus amigas.

Por el número de mujeres que había en la cruz, se puede decir que acercó a Jesús, a muchas: primas, parientes lejanas, madres de los Apóstoles... a todas las trató de tú a tú.

sábado, 2 de agosto de 2008

LUCHA INTERIOR: DERROCAR AL TIRANO

San Mateo pone en boca del Señor aquella frase lapidaria: «Regnum caelorum vim patitur, et violenti rapiunt illud» (Mt 11, 12).

San Josemaría, en una de sus homilías titulada La lucha interior, traduce este violenti rapiunt de forma muy interesante.

Textualmente la expresión griega se podría traducir como así: los salteadores lo arrebatarán.

San Josemaría al traducirlo al castellano dice: «el Reino de los Cielos se alcanza a viva fuerza, y los que la hacen son los que lo arrebatan» (n. 82).

Esto es lo que vamos a pedirle al Señor, que nosotros hagamos fuerza.

–Porque Tú eres Señor nuestra fortaleza.

Te pedimos que nos ayudes a vencer al Filisteo que tenemos en nuestro interior.

Y la respuesta del Señor no se hará esperar::
–«No temas, yo mismo te auxilio» (Is 41, 13-20). Yo, el Señor, tu Dios, no te abandonaré.

Pero nuestros enemigos no están fuera, sino que están dentro de nosotros. En nuestro interior es donde se pelean las batallas. El resultado sale fuera después.

Una vez que le preguntaron al Cardenal Ratzinguer, si la Iglesia estaba retrocediendo en Occidente. Y si Cristo realmente estaba triunfando en el mundo.
Es sorprendente como no le dio ninguna importancia práctica al aparente fracaso.
Por la sencilla razón de que el Papa está lleno de Dios.

Respondió que, en la sociedad, la figura de Jesús puede estar más o menos de moda. Por ejemplo hay tierras donde han vivido personas muy santas, y que actualmente está despobladas de cristianos.

Pero decía el Papa que esto es un hecho secundario. Lo importante es que la evangelización se está haciendo en cada hombre, en cada uno de nosotros, desde que nacemos hasta que morimos.

La Redención o el fracaso de Cristo es una cosa personal. Se realiza en cada individuo.
La Redención se está haciendo ahora mismo en ti y en mí. Esta es la verdadera historia de la Iglesia.

Ahora se busca a toda costa la paz. Y nos da pena que países enteros estén gobernados por tiranos que los empobrecen. Y nosotros también podemos estar gobernados por un tirano perezoso que nos avasalla.

¡Qué pena si estuviéramos flacos y pobres en una tierra tan rica, como lo es nuestra alma!

Ese tirano no se irá sin la violencia de que nos habla el Señor: violenti rapiunt. El tirano interior, nuestro Filisteo, no se irá sin esa tensión buena.

David venció a Goliat, con unas cuentas piedras, pero se las lanzó con honda. Hoy en día hay que explicar lo que es una honda, porque la mayoría de la gente pesaría que es una moto.

Pues una honda es una tira de cuero o trenza de lana, o de otro material semejante, que sirve para tirar piedras con violencia. Y lo mismo que el tirachinas, la honda dispara cuando está en tensión.

Necesitamos esa tensión buena para derrocar a nuestro enemigo interior. Entonces sí que tendremos buen gobierno y paz.

Pero esa victoria sobre nosotros mismos, no la conseguiremos con nuestras fuerzas. David así lo decía.

Fue el Señor, el que consiguió la victoria para Israel, un pueblo pequeño pero invencible, como su mismo nombre significa. Invencible porque el Señor pelea en su favor.

El Señor era el auténtico pastor para su pueblo. Y por eso le decimos ahora:
–Señor, gobiérnanos tú. (cfr Sal 144).

Para que el Dios de los ejércitos gane nuestras batallas interiores, y obtenga la paz, nosotros tenemos que colaborar tensando nuestro arco.

Por eso decía San Josemaría: «No olvidéis que la paz verdadera se obtiene a través de la lucha interior, no solo cada día, sino en cada segundo»

En una ocasión estaba San Josemaría de tertulia con un grupo de hijos suyos. Alguien trajó unos bombones. Ofreció a todos tomaron uno, menos San Josemaría. Y cómo le insistieron varias veces para que tomase, les dijo:

–Había ofrecido al Señor ese pequeño vencimiento... Si tomo no pasa nada. Pero si no tomo ¡qué gran victoria!

Efectivamente nuestras batallas normalmente serán pequeñas.

Se cuenta del fundador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, don José María Albareda, que estuvo trabajando en una nación africana, en medio de un gran parque lleno de leones y otras fieras.

Vivía en una casa muy sencilla que, como toda protección, tenía mosquiteras en las ventanas.

Y en una carta que escribió a San Josemaría contaba: aquí, como en la vida interior, lo malo no son los leones sino los mosquitos...

Pero nuestras victorias –normalmente pequeñas– son del Señor, porque nuestra lucha no es una lucha a brazo partido. No es una cuestión de puños, no es una batalla voluntarista.
Es una lucha por amor, donde lo importante es lo que hace Dios. No dejemos de pedirlo. Ese es el gran palo para nuestra suficiencia, el palo que llevaba David frente a Goliat.

Podremos ser grandes trabajadores porque tengamos condiciones humanas, pero no podremos ser santos si vamos solos. Para vencer necesitamos a Dios:
–Señor, pelea Tú nuestras batallas.

Él está cerca de nosotros, con nosotros y no nos dejará.

–Tú estás siempre cerca (cfr. Sal 118).

Ese es el secreto de nuestra victoria: que, de verdad, Dios sea nuestra fortaleza.

El Reino de los cielos padece violencia, decía el Señor. Pero es una lucha contra nosotros mismos, para conseguir nuestro objetivo: ser otros Cristos.

Por eso decía San Josemaría: «Se opondrán a tus hambres de santidad, hijo mío, en primer lugar, la pereza, que es el primer frente en el que hay que luchar».

La pereza que se disfraza de verano, o va vestida de más tarde. Hay que llamarla por su nombre: lo que yo tengo es pereza.

Porque, una vez descubierta, podemos hacerle violencia para que se vaya.

Después, debemos luchar contra «la rebeldía, el no querer llevar sobre los hombros el yugo suave de Cristo».

No quiero esto, nos dice nuestro orgullo, no quiero someterme, entrar por el aro de la voluntad de otro.

También aparece la sensualidad viscosa con su gelatina de molusco que se pega con solo rozarla. Aunque brille no deja de ser en realidad baba de animal.

Y seguía diciendo San Josemaría: «En todo momento –más solapadamente, conforme pasan los años– la soberbia».

En los países vecinos, lo mismo que en los pueblos cercanos sueles existir ciertas rivalidades.
En una ocasión hoy que un chileno definía la soberbia como ese pequeño argentino que todos llevamos dentro.

Tienen fama los de buenos Buenos Aires, de sentirse gallitos, orgullosos de su ciudad.
Por eso los porteños de Buenos Aires, al oir el dicho de que la soberbia es ese pequeño argentino que todos llevamos dentro, ellos responden:

–¿Y por qué pequeño?

Nosotros, ahora en serio, decimos: –Señor, hazme como un niño delante de Ti.

–Para que, con mis caídas y debilidades de antihéroe le dé un buen palo a la soberbia del pensar que todo lo hago bien.

A pesar de nuestra poquedad, el Señor se sirve de nuestra lucha interior y exterior para hacer feliz a la gente.

Me escribía un sacerdote que vive en Rusia, desde hace un año, que fue a ese País, procedente de Finlandia.

«desde Helsinki llegó Lenin, para destrozar este país con sus torpes ideas de lucha de clases, y desde Helsinki llegamos nosotros ahora, con menos ruido, pero con mucha más ilusión, para “vengarnos” de todos esos males»

Y sigue: «nuestra “venganza” será querer mucho a esta tierra, a todos, y ayudarles a encontrar a Dios en medio de esa vida ordinaria que para muchos ha sido y sigue siendo muy dura».

Nuestra lucha en primer lugar tiene que servir para esto. Para ayudar a que los que nos rodean conozcan al Señor.

En el caso de un cura está claro. Tenemos que luchar por predicar a Cristo cada vez mejor.

Cuentan del cura de Ars, que al principio de ordenarse, y llegar a su parroquia no predicaba bien, fue ganando con el tiempo.

«¿Por qué grita usted tanto cuando predica? —le preguntaba una señorita de Ars, inquieta por el esfuerzo que hacía desde el púlpito—. Debe usted cuidarse un poco».

«Señor Cura, le decía otra persona, ¿cómo es que cuando reza habla tan bajo y tan fuerte cuando predica?

—Es que cuando predico, replicaba el santo varón, hablo con sordos, a gente dormida, pero cuando rezo, hablo con Dios, que no está sordo».

A nadie sorprenderá que, después de tal tensión, le fallase a veces la memoria. «En el púlpito —decía uno de Ars—, se perdía y se veía obligado a bajar sin haber terminado»

El domingo siguiente, –cuenta uno de sus biógrafos– el Rdo. Vianney volvía a subir al púlpito. Sin embargo, teniendo en cuenta su fracaso, que hubiera podido aminorar su autoridad de párroco, oraba y encargaba oraciones a los demás.

Y termina diciendo el biógrafo: «La lucha está comenzada, y el Cura de Ars resuelto, con la ayuda de Dios, a no deponer las armas, sino después de una completa victoria».

Esa era la actitud, de este cura de parroquia, que para ganar las almas para Cristo contaba con pocos medios.

De San Josemaría ha escrito D. Javier Echevarría que le decía: «cuando prediques, no hables para los demás; haz tu oración en alto y aplica a tu vida lo que digas;

así será una oración más viva, que te servirá para concretar puntos en tu lucha personal

y, con la gracia de Dios, entrará más en la vida de las otras almas, porque responderá a algo que lleves dentro

y reflejará una lucha para tener un trato real, no teórico, con Dios Nuestro Señor. (Javier ECHEVARRÍA: Memorias del Beato Josemaría, pp. 195-196)

Para tener un trato real con el Señor, habría que preguntarle a su Madre. Ella en su corazón nunca tuvo a un tirano que mandaba, sino a una esclava que servía.

–Ayúdanos, Madre nuestra, a luchar por amor.

FORO DE MEDITACIONES

Meditaciones predicables organizadas por varios criterios: tema, edad de los oyentes, calendario.... Muchas de ellas se pueden encontrar también resumidas en forma de homilía en el Foro de Homilías