domingo, 22 de junio de 2008

APOSTOLADO: DIOS ES ALEGRE

Hacer apostolado, hablar de Dios, no es soltar un rollo que te deja medio preocupado durante unas horas.

No es hablar despacio, como si estuvieramos leyendo la Biblia entre bostezo y bostezo.

El Señor siempre transmite alegría y optimismo. Hablar de Él es incompatible con la tristeza, el aburrimiento o el desánimo (cfr. Sal 104, 43: Antífona de entrada).

Dios es alegre. Y la alegría es algo que se contagia. Tratar a una persona alegre es agradable.

Además, alguien así transmite ganas de hacer cosas.

Por eso, las personas optimistas están rodeadas de amigos.

Jesús vivió así, mucha gente le quería. Estaban a gusto con Él. Se sentían atraídos por su doctrina y por sus obras.

Los santos también son de esta manera. Su amabilidad y su fuerza les viene de dentro.

Tienen una alegría que no pueden contener. Por eso no se desaniman ante las dificultades.

En 1972, al terminar una tertulia en Valencia con San Josemaría, donde había hablado, como siempre, de Dios, al ver su alegría, uno de los asistentes comentó:

–Aquí he aprendido la música. La letra, más o menos, ya me la voy aprendiendo en los medios de formación de la Obra.

El cristiano no es un tipo que se sabe cosas doctrinales y las transmite como si fuera una enciclopedia.

Es como un pintor que deja siempre algo suyo en cada cuadro, la alegría de tener a Dios. Le sale de manera natural.

Cuenta la Escritura que después de que los Apóstoles hicieran un milagro evidente –curaron a un enfermo–, los jefes del pueblo les prohibieron hablar de Jesús por miedo a que se difundiera mucho su mensaje.

Pero San Pedro y San Juan les respondieron: «No podemos menos de contar lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 13–21).

Esto no lo dirían enfados o con desprecio, sino llenos de gozo.

No eran capaces de callarse todas las cosas que habían visto en Jesús. Como tampoco eran capaces de hacer desaparecer al hombre que acababan de curar de forma milagrosa.

Les salía solo hablar con ilusión del Señor y contar lo que hizo. Era lo que tenían dentro, lo que habían visto y oído. Jesús era su fuerza y su energía (cfr. Sal 117: salmo responsorial).

Vamos a pedírselo ahora también nosotros al Señor:

–queremos que seas nuestra fuerza y nuestra energía.

El Señor, que es alegre, actúa a través de nosotros. Por eso, no podemos dejarnos llevar por el desánimo.

Nuestra seguridad y nuestro optimismo vienen de Él (cfr. Sal 117, 24: Aleluya de la Misa).

¡Cómo contrasta la actitud de María Magdalena después de haberse encontrado con Jesús, y la de los Apóstoles que estaban tristes «y llorando»!

O la de aquellos dos que volvieron de Emaús corriendo, porque el cuerpo les pedía llegar cuanto antes a Jerusalén y contar que el Señor había resucitado (cfr. Mc 16, 9–15: Evangelio de la Misa).

El mundo se nos tiene que quedar pequeño para hablar de Dios (cfr. Mc 16, 15).

–Señor, queremos que seas nuestro motor.

No se trata de la capacidad que uno tenga para hablar bien. Es verdad que hay personas que tiene mucho rollo.

La gente, a veces, no se puede aguantar y necesita contar sus cosas.

Hay quienes se tiran una hora o dos hablando por teléfono sin parar… Y sin escuchar.

Se aburren a sí mismos de lo que cuentan, porque su fuerza y su energía no salen del Señor sino de ellos mismos.

Un día escuché en el pasillo del colegio a una niña que le decía a otra:

—A veces me duele la cabeza de lo que hablo.

Hablar de Dios no es decirle a tus amigos que se vengan a rezar a un cuarto cerrado y oscuro, para después sacar el propósito de comer mal durante toda su vida.

No. Si piensas eso estás muy equivocada porque el Señor no es así.

Hacer apostolado es explicar que la vida cristiana es como si el Señor te dijera:

—Toma este dinero y diviértete. Vive, viaja, esquía, juega al paddel, bébete una coca-cola fría, comprarte unos zapatos bonitos, ríete… Pero haz todo eso conmigo al lado…

El apostolado es explicar a tus amigos que se están perdiendo la posibilidad de vivir con Alguien que las entiende, que comprende sus dificultades.

Alguien con quien se está muy a gusto.

Hablar de Dios es lo mismo que contar un buen plan que uno ha hecho.

Efectivamente no tendrá nada que ver con emborracharse ni estar fumao. Vivir en cristiano es disfrutar de la vida pero con Dios al lado.

Le decía una niña de quinto de Primaria a otra: —
¡Merche, macho, no seas mongo...!

Hacer apostolado es algo por el estilo, abrirle los ojos a la gente y decirles: disfruta de Dios.

Acudimos a la Virgen para que nos trasmita su alegría de llevar al Señor a los demás.

viernes, 13 de junio de 2008

EL CUCHICHEO DE LA GENTE

Ver resumen
Todos los que han querido hacer el bien se han encontrado con dificultades.

Se las encontró Jesús y Él mismo nos adelantó que nosotros también las tendríamos.

De hecho, es fácil encontrarlas. Basta que alguien empiece a ir a Misa a diario o a hablar de Dios, para que le señalen o sea tema de conversación entre algunas personas.

Por algo, el profeta Jeremías habla, de forma gráfica, del «cuchicheo de la gente» (Primera lectura de la Misa: cfr. 20,10-13).

Se refiere a la crítica clásica, la de toda la vida. La que, como a veces se dice, parece ser el deporte nacional.

-Señor, por Ti aguantamos comentarios que duelen. Por seguirte hay quienes nos miran como si fuéramos extraños (cfr Salmo responsorial).

Y es que, como dice el dicho cuando el carro anda levanta polvo.

En la actualidad el bien no es aplaudido, es cierto. Incluso, en ocasiones, es perseguido. Pero esto ha ocurrido siempre.

Hoy, parece que lo que tiene más gancho, lo popular, lo que queda bien ante la gente y ante el mundo es ir en contra del sistema, también de Dios, claro.

Por eso es importante que, delante del Señor pensemos: yo ¿estoy dispuesta a ser distinto, a dar el cante? Porque, cuando se intenta vivir como un buen cristiano, se nota.

Me contaba un amigo cura que, yendo por la calle vestido como sacerdote, se cruzó con una chica que iba con pinta estrafalaria. Y en el momento justo de cruzarse, ella dijo: –vaya pinta.

Y a este sacerdote le salió de dentro contestar: –la que te adorna.

Las maneras de vivir se notan. Las personas tienen una fama por su manera de comportarse.

Es algo que todo el mundo sabe aunque no se diga nada. Se sabe y ya está.

A veces, hacer la voluntad de Dios depierta antipatías o comentarios despectivos.

Por eso, hay cosas que oyes en un ambiente cristiano y que, luego, son lo contrario de lo que la gente hace o piensa.

De todas formas, nuestro Señor nos dice a los cristianos, que tampoco es para tanto: «que no tengamos miedo» a los que nos quieran hacer daño (cfr. Evangelio de la Misa: Mt 10, 26-33).

No debemos temer porque Dios nos protege. Sería como si el hijo del Jefe de policía tuviera miedo a que le atracasen por la calle, yendo, como va, con un guardaespaldas a cada lado.

La razón que nos da Jesús es que el Señor cuida de nosotros: estamos en buenas manos, en manos de nuestro Padre.

Señor, Tú nos proteges. Nadie puede nada contra nosotros (cfr Primera lectura).

Sería ridículo que tuviéramos miedo, porque nos cuida Dios, es el Creador del mundo.

No hay nada que suceda sin su permiso, ni siquiera el movimiento de una diminuta hoja de olivo.

A pesar de que sepamos esto, nos comportamos como si Dios no existiera o nos avergonzamos en ocasiones de dar la cara por Él.

Por esa razón, nos da cosa romper con determinadas amistades o con ciertos ambientes y costumbres poco cristianas, porque tenemos miedo a quedarnos solos.

A veces vivimos sin abandonarnos totalmente en las manos de Dios. Eso nos da miedo.

Desgraciadamente, cuando la familia de un paciente le pregunta a un médico sobre su estado de salud, y el doctor responde que estamos en manos de Dios, parece que las cosas están muy mal para el enfermo, que la medicina ya no puede hacer nada.

¡Qué tranquilidad nos debería dar pensar que «hasta los cabellos de nuestra cabeza» los tenemos contados!

Y también que, como dice el salmo, el «Señor escucha» a los necesitados (cfr. Responsorial: Sal 68). Porque Dios está siempre dispuesto a ayudarnos.

–Señor, gracias por estar como las madres, atento siempre, a la escucha.

Así está Dios, sabe que tarde o temprano vamos a necesitarle.

Las dificultades están ahí. Si uno quiere hacer el bien casi siempre se las encuentra.

Esos obstáculos no los pone el Señor, sino el pecado, como nos dice San Pablo.

Pero, también nos dice, que es mucho mayor el poder de la gracia que el daño que puede ocasionar el pecado (cfr. Segunda lectura: Rom 5,12–15).

Por eso, si somos inteligentes el miedo al que dirán no nos ha de mover. Lo que en realidad ha de preocuparnos es lo que puede dañar el alma: el cáncer que nos hace malos.

Jesús nos habla muy claro: «lo que os digo de noche decidlo en pleno día, y lo que os digo al oído pregonadlo desde la azotea» (Mt 10, Evangelio).

En definitiva, que no nos cortemos un pelo para hablar de Dios, ni de comportarnos como Él quiere.

El Papa para preparar el Encuentro Mundial de la Juventud que tendrá lugar en Sydney, nos decía que debemos reflexionar:

«sobre el Espíritu de fortaleza y testimonio que nos da el valor de vivir el Evangelio y la audacia de proclamarlo» (Mensaje para la XXIII Jornada Mundial de la Juventud, Lorenzano, 20–VII–2007).

Y San Josemaría escribió unas palabras que nos pueden ayudar ahora:
«En estos momentos de violencia, de sexualidad brutal, salvaje, hemos de ser rebeldes. Tú y yo somos rebeldes: no nos da la gana dejarnos llevar por la corriente, y ser unas bestias. Queremos portarnos como hijos de Dios, como hombres o mujeres que tratan a su Padre, que está en los Cielos y quiere estar muy cerca –¡dentro!– de cada uno de nosotros (Forja, n. 15).

Jesús volvió a Nazaret durante su vida pública. Y San Lucas nos cuenta que, en una ocasión, quisieron matarlo después de lo que les dijo (cfr. Lc 4, 16–30).

Podemos imaginar como mirarían a la Virgen cuando Jesús se fue de allí. Lo que dirían de Ella por ser su Madre.

–Madre nuestra, ayúdanos a ser fieles a pesar de lo que cuchichee la gente.

CON UN PROYECTO COMÚN

Hoy comenzamos el año que la Iglesia ha querido dedicar a San Pablo.

También celebramos la fiesta de San Pedro, el primer Papa (cfr. Mt 16, 13-19: Evangelio de la Misa del día).

La verdad, es que los dos Apóstoles eran muy distintos.

Tenían diferencias por nacimiento (San Pablo no era de Palestina), por culturas, incluso también las profesiones no se parecían en nada: Pedro era pescador, y Pablo, parece ser que trabajaba en un negocio de tiendas de campaña.

Muchas cosas los separaban en lo humano, y también en los espiritual: Pedro había vivido con el Señor, y Pablo había sido enemigo declarado de los cristianos.

Pablo era un experto en la Escritura, y Simón tenía una cultura teológica elemental.

La manera de actuar en el apostolado también era distinta. Por lo que sabemos San Pablo viajó y escribió mucho más que San Pedro.

Todo esto es complementario, porque tenían un proyecto común.

Aunque eran muy diferentes, los dos fueron a lo mismo: «plantaron la Iglesia con su sangre» (Antífona de entrada de la Misa).

«Pedro fue el primero en confesar la fe, Pablo, el maestro insigne que la interpretó» (Prefacio de la Misa).

Los dos dedicaron su vida al mismo proyecto: guardar la fe. Y por eso sufrieron cárcel y persecuciones.

A Pedro se le podrían aplicar íntegramente las palabras que dijo San Pablo poco antes de morir: «he peleado buena batalla, he acabado mi carrera, he guardado la fe» (2 Tim 4, 6-8: Segunda Lectura de la Misa).

Participaban de la misma empresa aunque tuviesen puntos de vista diferentes. Mejor: así se adaptaban a todas las sensibilidades.

Los dos estaban en la tierra para lo mismo: salvar almas. Pero de distinta forma: Pedro «fundó la primitiva iglesia con el pueblo de Israel, Pablo la extendió a todas las gentes» (Prefacio de la Misa).

–Señor, haz que nosotros también actúemos con un solo corazón y una sola alma (cfr. Oración depués de la comunión).

Hoy le damos gracias a Dios por haber hecho a los santos tan diferentes y tan amigos.

Porque no se fijaban en lo que les separaba sino en lo que les unía: la amistad con el Señor.

En el carácter no parece que tengan mucho que ver el Santo Cura de Ars y el Fundador del Opus Dei. Son lo menos parecido que puedes encontrar. Uno era descuidado para algunas cosas materiales, el otro muy práctico.

Y sin embargo, San Josemaría escogió al Santo párroco como uno de los intercesores de la Obra.

Siendo distintos quieren lo mismo: salvar almas, como San Pedro y San Pablo.

Hay santos que se han pasado la vida en un mismo sitio, como San Alejo debajo de una escalera?

Otros, en cambio, han dormido en cama y han viajado por todo el mundo, como Juan Pablo II. Pero, sin embargo, Benedicto XVI viaja mucho menos. Pero al final todos pretenden lo mismo.

Al comenzar hoy el año de San Pablo, hacemos el propósito de aprender a hacer apostolado en nuestro ambiente, cada uno a su manera de ser. Sin miedos.

En la Iglesia hay maneras muy distintas de actuar. Lo importante no son las diferencias, sino tener un mismo proyecto común.

Estos días lo estamos viviendo con la Eurocopa de fútbol. Jugadores que durante el año están en equipos distintos.

Incluso que son eternos rivales, pero que tienen ahora un proyecto único: ganar la Eurocopa para su país.

Nuestro proyecto común es llevar almas al Cielo.

La manera, quizá, más frecuente de hacerlo es hablando de Dios de tú a tú, a través de la amistad:

este es el mejor regalo que le podemos hacer a las personas que queremos.

Para eso hemos nacido, para ser santos y hacer apostolado.

-Señor, concédenos seguir en todo las enseñanzas y el ejemplo de estos dos Apóstoles (cfr. Oración colecta Misa del día).

Si somos amigos de Dios –eso es lo que nos une a todos en la Iglesia–, entonces daremos la cara por Él, cada uno a su estilo.

Dar la cara. San Pedro y San Pablo murieron por el Señor y por su Iglesia. A uno lo crucificaron, y al otro le cortaron la cabeza.

A Juan Pablo II no había más que verlo por la televisión, lo gastado que estaba.

Nosotros ¿qué estamos dispuestos a hacer? ¿Hablamos con frecuencia de Dios? ¿Estamos dispuestos a quedar mal, a cansarnos hasta físicamente?

Cuando San Josemaría montó la residencia de Ferraz, aquello costó mucho.

«
El primero en sucumbir al cansancio fue Ricardo, el director. Tuvo que guardar cama en el mes de agosto.

Don Josemaría, más curtido y resistente —también más agotado—, arrastró como pudo su cansancio hasta septiembre, en que se fue a hacer un retiro espiritual en los Redentoristas de la calle Manuel Silvela.

Meses antes, don Francisco Morán, notando su agotamiento, le ofreció unos días de descanso en una finca de su propiedad, en Salamanca. No pudo aceptar don Josemaría
» (Vázquez de Prada, Vol I, p. 551).

Estaba tan cansado que él mismo comentaba: «me echaría ahora en cualquier sitio, aunque fuera en medio de la calle, igual que un golfo, para no levantarme en quince días» (Ibidem).

–Regina Apostolorum. ¡Reina de los Apóstoles, San Pedro y San Pablo ayudádnos en nuestro proyecto común!

14 de junio

El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido.

Estas palabras de Isaías (61, 1-3) se pueden aplicar a nuestro Señor que era el Mesías, el Cristo, el Ungido: verdaderamente el Espíritu del Señor estaba sobre Él.

Y lo mismo ocurre con los sacerdotes, en este caso con el Prelado del Opus Dei. Hoy celebramos un nuevo aniversario de su nacimiento.

Cuando el anterior Prelado, don Álvaro del Portillo cumplió 75 años, ese día le dijeron:
–¡Se le ve muy bien, Padre!

Y don Álvaro respondió:
–Este hijo me está llamando viejo. ¿Quieres que me enfade?

Ya sabéis cuáles son las tres edades de la vida del hombre: la juventud, la madurez y la edad del “se le ve muy bien”.


La gente, con el pasar de los años, cuando se encuentran se dicen unos a otros: Te conservas muy bien… como para quitar hierro. En el fondo se están llamando viejos.

Un niño cuando se encuentra con otro niño no se dice ¡qué bien te conservas…!

Celebramos un nuevo cumpleaños del Prelado… Dios lo ha ungido para que sea el buen pastor que nos ayuda en la lucha y nos darnos esperanza.

Suscitaré un pastor que las apaciente, dice la Escritura.

El Padre, como familiarmente le llamamos en la Obra, es el Pastor que nos ha suscitado Dios: Gracias Señor.

Podemos decir con la Sagrada Escritura:
Dominus pascit me, et nihil mihi deerit.

A través del Padre, el Señor nos gobierna y nos ha colocado in pascuis viréntibus.

El Padre nos da el buen alimento. Las cosas que nos llegan de él nos llenan de optimismo. Sus palabras nos animan y dan fuerza.

La gente cuando se encuentran con él no se queda indiferente. Pasa como a las personas que se encontraban con Jesús.

«Contad las maravillas del Señor a todas las naciones», dice el salmo 95.

-Tus maravillas Señor las tocamos todos los días..

«Os he destinado –dice el Evangelio Jn 15, 9-17– para que vayáis y deis fruto».

El Padre da mucho fruto en nosotros, está siempre ayudando a sus hijas y sus hijos.
En años anteriores decía: «Encomendadme para que me decida a ser un buen sacerdote».

Podríamos traducir sus palabras como encomendarle para que sea un buen ungido de Dios, para que de mucho fruto.

«
El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido.

Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados
».

Con su oración y sacrificio nos cura las heridas, nos alivia las penas.

-Señor, gracias por el sucesor de San Josemaría que nos has dado.

La paternidad del Padre la ha recibido del Fundador del Opus Dei.

Cuentan que, hace años, el que cuidaba de la salud de San Josemaría le preguntó una mañana:

–¿Cómo ha dormido esta noche, Padre? ¿Ha podido descansar?

Él le respondió:
–Mira, como os quiero tanto, tanto, tanto, siempre tengo algún hijo mío en quien pensar. Os quiero con corazón de padre, de madre... y de abuela.

A veces me hago un lío por dentro, entre lo que debe exigir un padre, lo que tiene que comprender una madre y lo que puede consentir una abuela...

Y en ocasiones echo de menos algunos detallicos, algunas cartas, algunas cosas de mis hijos... (En Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere)

Mi oficio es rezar, decía San Josemaría. Y vemos que es también el oficio del Padre.

«Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren…»

Relaja saber que hay alguien que nos cuida con su oración, con su lucha, con su cariño…

En una ocasión don Álvaro decía:

En mi pequeñez, tengo que procurar vivir las palabras de Jesús: pro eis sanctifico meipsum.
Yo me entrego por vosotros, por vuestra santidad personal (…)

«Os he destinado para que vayáis y deis fruto».

Su fruto es nuestra fidelidad, los años en la tierra los está gastando en eso.

Hacemos mucho bien a la Iglesia cuando seguimos la voz de los buenos pastores.

Vamos a hacer el propósito, en este mes de junio, de ser muy finos en las orientaciones de la dirección espiritual…

¿Qué le pedirá el Padre a la Virgen, a la Reina del Opus Dei, el día de su cumpleaños?

Muchas cosas pero seguro que de entre todas habrá pedido que seamos fieles:

-Madre, haz que seamos buenos hijos…

sábado, 7 de junio de 2008

MI PUEBLO


Todos los que nos conocen saben perfectamente de qué pueblo somos. Incluso, a veces, hay quien nos identifican con el lugar de procedencia.

Hace unos años, cuando se hacía la mili, era normal que los mandos llamaran a los reclutas por el nombre del pueblo de donde venían: –Oye, Valencia, córtate el pelo.

El lugar de procedencia marca nuestra vida. Nuestra comarca es lo mejor del mundo, a pesar de lo que digan los demás.

Recuerdo también, durante un viaje a Roma, que, estando delante de la famosísima Fontana di Trevi, una fuente grandiosa, llena de esculturas enormes, con chorros de agua que salen por mil sitios, incluso tiene pequeñas cascadas...

Pues estando así, delante de esa maravilla, uno del grupo comentó, medio en broma medio en serio: pues, en mi pueblo, hay una fuente con cuatro caños gordos como este puño.

Es verdad, nuestro pueblo nos marca mucho.

En un Colegio Mayor, los que eran del mismo sitio se sentaban siempre juntos en la misma mesa para desayunar, comer y cenar: los de Murcia con los de Murcia, los gallegos con los gallegos.

Cada mesa era como una comunidad autónoma que, a veces, admitía uno o dos extranjeros.

Otros estaban tan unidos que eran conocidos como la comarca. Se lo pasaban en grande.

Es verdad, el pueblo influye. Se nota en la manera de hablar, en los temas de conversación, en los gustos. Incluso en la forma de vestir.

Pero, un pueblo no es solo esto, ni tampoco sus piedras ni sus fuentes, sino, sobre todo, las personas: Delio el del bar, y su padre Inocente, Aniceto...

En el fondo, nosotros no elegimos a esas personas: nos tocaron en suerte, caímos allí.

Sin embargo, Dios ha querido hacerse un pueblo escogiendo Él a sus habitantes.

Los primeros fueron: Pedro Barjonás, y Andrés su hermano, Mateo el publicano... y así hasta doce (cfr. el Evangelio de la Misa de hoy: Mt 9, 36-10, 8).

Estos eran los amigos del Señor, y luego vendríamos otros. Porque también nosotros somos de su pueblo (cfr. Sal 99, responsorial de la Misa).

–Señor, nos has elegido, somos tuyos (cfr. Sal 99) por eso nos cuidas, nos ayudas en lo necesario para el alma y para el cuerpo (cfr. oración sobre las ofrendas).

El Señor nos protege. No hay más que leer el Antiguo Testamento y ver cómo Yavhé defendió a los suyos del ataque de los egipcios (cfr. Gen 19, 2-6: Primera lectura).

Y, se vive tan bien en el Pueblo de Dios, que, desde hace siglos, los hombres han repetido muchas veces unas palabras del salmo 26, y que ahora podemos decir:

...una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida (26, 4: Antífona de comunión).

El Pueblo de Dios. El libro del Éxodo nos cuenta que el Pueblo hebreo fue elegido por Dios (cfr. 19, 2-6: Primera lectura de la Misa).

Eligió a Israel. «Hizo una alianza con él y lo fue educando poco a poco», revelándoles su persona y su plan de salvación.

Todo eso, lo hizo como preparación de la perfecta y nueva alianza que iba a realizar con Jesús (cfr. CEC, 781).

Desde luego, no hay otra nación de estas características en toda la Historia de la Humanidad.

Tiene algo especial: tan especial que el Señor nació en él, y no lo abandonará nunca.

Los santos se han identificado siempre con el Pueblo de Dios, que es su Iglesia.

En un encuentro que tuvo San Josemaría en Venezuela con un grupo personas, un hombre de barba se levantó para hacerle una pregunta, y empezó diciendo: –soy hebreo.

San Josemaría le interrumpió y le dijo que las dos personas que más quería en este mundo también eran hebreos: Jesús y la Virgen María.

Todos los cristianos somos de un mismo Pueblo, de un Pueblo muy especial. Por eso miramos el mundo de manera parecida, bajo la perspectiva de la fe; hablamos de temas comunes, de cosas sobrenaturales; nos divertimos y vestimos sin quitarnos a Dios de en medio. En definitiva, se nos nota.

A ese Pueblo pertenecemos no por genética, sino porque el Señor ha querido morir por nosotros. Y nos sentimos orgullosos de pertenecer a él (cfr. Segunda lectura: Rm 5, 6-11).

Jesús derramó su sangre hebrea para que fuésemos elegidos.

–Gracias, Señor, por el precio tan alto que has pagado por nosotros.
Y, como les sucede a las personas que son del mismo sitio, al Señor le gusta estar con los suyos.

Nos busca en todo momento: cuando trabajamos, cuando vamos por la calle, al comer, haciendo deporte... Está siempre a nuestro lado

María, también está junto a nosotros. Es nuestra madre: estamos unidos a Ella.

Jesús tuvo la misma sangre que la Virgen, porque el cuerpo del Señor se formó en su interior.

También María es nuestra madre, que nos está engendrando para la eternidad.

Ella sabe de la alegría de tener hijos. Nos defiende contra los ataques de nuestros enemigos.

En el cielo ocupa, si es que se puede hablar así, el cargo de ministra del ejército en la intimidad.

Sabe hacer compatible esa labor de defensa y la de madre de cada uno: Ella nos enseña a manejarnos dentro del Pueblo de Dios.

Nos enseña el idioma de nuestro Pueblo, y a comportarnos como buenos ciudadanos de ese Reino.

jueves, 5 de junio de 2008

VIDA CONTEMPLATIVA

Les dijo el Señor a los Apóstoles: «os he llamado amigos» (Jn 15, 15). Y también a nosotros nos llama así: amigos.
Con lo que supone que Dios nos de un nombre. El nombre por el que nos conoce Dios es: mi amigo Ignacio.


El nombre por el que seremos conocidos será: éste fue un amigo de Dios mientras vivía en la tierra.

Y… ¿por qué somos auténticos amigos de Dios?
La respuesta es porque cultivamos la vida contemplativa. Que no es otra cosa que el trato de amistad.

Teresa de Jesús, que llevaba al Señor hasta en el nombre, escribió:
Con tan buen amigo –aquí lo tenemos–, con tan buen capitán (…) que se puso el primero en el padecer, con Él todo se puede sufrir. Él ayuda (...), nunca falta, es amigo verdadero (...)

Así le definía la santa. Y ella misma se preguntaba: ¿Qué más queremos teniendo tan buen amigo junto a nosotros?

Esta es la vida sobrenatural, la vida contemplativa… ¿Alguien que no nos dejará en los trabajos y tribulaciones, como hacen los del mundo? (De libro vitae, cap. 22, 6–7. 14)
Bienaventurado quien amara a nuestro Señor y siempre lo llevara consigo: «Tu mecum es» (Sal 50), como dice el salmo: ¡Tú vas conmigo!

Vamos con Dios a todas partes…

Miremos –sigue diciendo la Teresa de Jesús– al glorioso san Pablo, que no parece se le caía de la boca siempre Jesús, como quien le tenía bien en el corazón.
Yo he mirado que los grandes contemplativos no iban por otro camino:
san Francisco, san Antonio de Papua, san Bernardo, santa Catalina de Siena
Y podríamos decir: y san Josemaría. Fue el camino que siguió: siempre lo llevaba junto a sí.

Decía que nunca se había encontrado solo, que nunca se había aburrido porque siempre estaba con Dios.

Es significativo que uno de sus libros de homilías lleve como título Amigos de Dios.
El símbolo de la amistad con Dios es una aldea: Betania. ¿Has visto con qué cariño, con qué confianza trataban sus amigos a Cristo?
Con toda naturalidad le echan en cara las hermanas de Lázaro su ausencia: ¡te hemos avisado! ¡Si Tú hubieras estado aquí!...

Betania. Así llamaba el Fundador del Opus Dei al sagrario. Por eso nos aconsejaba:

-Confíale despacio: enséñame a tratarte con aquel amor de amistad de Marta, de María y de Lázaro, como te trataban también los primeros Doce, aunque al principio te seguían quizá por motivos no muy sobrenaturales (Forja, n. 495).

Marta, María, Lázaro eran los amigos del Señor…

¿Y los Apóstoles?
No solo estuvieron con Él muchas horas por aquellos caminos de Palestina, sino que cada uno recorrió con Jesús un camino interior de amistad.
Son «los que vivieron en tu amistad a través de los tiempos» como decimos en la Plegaria Eucarística Segunda.

Vivían muy cerca de Dios. La amistad vive mucho de eso, de la cercanía.

Es, como dice Benedicto XVI, entrar en un contacto de escucha, de respuesta y de comunión de vida con Jesús, día a día.
Un amigo de Dios es el que tiene vida contemplativa, es el que se ve con Dios.
Mejor dicho tener vida contemplativa es tener amistad con Dios.
La amistad se consigue con el trato. Hablando. Y muchas veces con el juego, el deporte.

Por eso se oye: me voy con un amigo a jugar un partido de tenis…o me voy con un amigo a hacer footing, a jugar al basket…

Siempre que uno cita un deporte o una afición, ahí está un amigo.
Nuestra vida sobre la tierra, la vida de amistad con Dios tiene mucho de juego.

El Señor juega con los hijos de los hombres. Lo dice la sagrada Escritura: «Ludens coram eo omni tempore, ludens in orbe terrarum» (Prov 8, 31)

Al ser humano le atrae mucho el juego: está en nuestra naturaleza. El hombre necesita torear, arriesgar, competir, jugar: así se lo pasa bien.
El juego es muy humano y los fallos durante un juego no tienen tanta importancia.
Cuando se enfoca así la vida interior: disfrutar con Dios, jugar con Él, las dificultades no nos aplastan.

Esta es la realidad, la contemplación es divertirse con Dios.

«Su delicia es estar con los hijos de los hombres» dice el texto sagrado.
Es verdad que hemos dejado algunas cosas, como los buenos deportistas, pero nuestra vida no es una tragedia.

Para un contemplativo, para un amigo de Dios, las dificultades no son fracasos. Ser amigo de Dios es jugar con Él.

«Ludens in orbe terrarum…»
Nuestra vida en la tierra es un juego en el que Dios participa.
Hay un himno que aparece en uno de los oratorios de Linz, en uno llamado Christus. Es un poco especial. Se trata de un Stabat Mater no doloroso sino glorioso.
Una de sus estrofas dice así: «Allí estaba la madre jugando con su hijo».
Esa es la vida contemplativa: la Madre, nuestra madre jugando con su hijo, jugando con Jesús.

¿Qué es la vida contemplativa sino el trato de amistad con Dios, sino divertirse con Él?


Aquí está el Señor que quiere que intervengamos en sus obras. Quiere que participemos en su juego divino.

Tantas veces san Josemaría hablaba de la deportividad en la vida interior…

Hay personas que piensan –no lo dicen pero lo piensan– que Dios no les ayuda.

Como si Dios jugara en el equipo contrario, como si les quisiera fastidiar.
Y es que no conocen a Dios, no conocen el modo de actuar de Dios. Ese juego tiene unas reglas y hay que aprender a jugar.

Hubo una santa en el siglo XIX, que mientras cosía oyó que otra le decía:

–¡Cuánto me falta para tener verdadera vida interior!...
–Di mejor ¡cuánto te sobra! A veces –decía esta santa– pensamos en la santidad como si fuese una montaña que tenemos que escalar.

Y un día subimos dos metros y al día siguiente nos desanimamos porque bajamos dos...


Y sin embargo, Dios no quiere que subamos sino que bajemos a la fértil hondonada de la humildad.


Y terminaba diciéndole: Tú quieres subir, y Dios quiere que bajes.

Como diciendo: A ver si os ponéis de acuerdo.

Pues… ¡habrá que ponerse de acuerdo!

A veces tenemos ideas contrastadas. Dios quiere una cosa y nosotros otra… y eso que jugamos en el mismo equipo.

La gente interpreta a Dios como alguien que pone reglas, y piensan:

¡qué pena que esto sea pecado! ¡Lástima que esto no se pueda hacer!

Esas reglas están dentro de las cosas. No las pone Dios arbitrariamente. Quiere jugar con nosotros pero dentro de los límites de la realidad.

En nuestro juego divino dificultades siempre las habrá.

Pero hay que tomárselas bien, con deportividad, como el que se sube a una tabla de surf, que sabe que puede caerse si pierde el equilibrio o si no hay olas…

Para los santos las dificultades, las olas de esta vida, no han sido algo incómodo, sin ellas no se hubieran ejercitado en el deporte, en el juego de la santidad.

Una santidad sin viento contrario no hace mover nuestras velas, es una santidad virtual. Sin viento no se puede ganar la Americam Cup de Valencia…

Santiago apóstol bebió la copa del Señor y se hizo amigo de Dios (Cfr. Mt 20, 22-23).
Aprovechó las dificultades para vencer a ganarse la amistad con Dios.

Un juego divino: pon aquí este tarugo de madera, ahora pon ese otro en este lugar. Si se cae vuélvelo a poner, no tiene mayor importancia. Y al final: un castillo maravillosos, al final el Cielo…

-Señor, nuestra relación contigo no es voluntarista, sino de amistad.
Juegas con nosotros y nosotros contigo.

Stabat Mater, allí estaba la Madre jugando con su hijo. Esta es la historia de la vida contemplativa de la Virgen.

Quis non posset collaeteri, Christi Matrem contemplari ludentem cum Filio?
¿Quién no puede alegrarse contemplando a la Madre de Cristo jugando con su Hijo?

martes, 3 de junio de 2008

VIRTUDES HUMANAS

El Evangelio nos relata la vida de Jesús, Dios hecho hombre. Lo divino que se apoya en lo humano para salvar al mundo.


El Verbo se encarnó en las entrañas de María. Se hizo hombre (cfr. Oración colecta del 17 de diciembre) y la paz vino sobre la tierra (cfr. Sal 71: responsorial).

Cuenta el libro del Génesis como Jacob reunió a sus hijos para hablarles del futuro de cada uno.

De Judá dijo que le alabarían todos los demás y que sus enemigos se postrarían ante él.

Les contó que iba a cooperar en los planes de Dios hasta que viniera «aquel a quien está reservado, y le rindan homenaje los pueblos» (cfr 49, 1-2. 8-10: Primera lectura).

Dios que se sirve de los hombres para preparar la venida de Jesús.

Dependiendo de las disposiciones de cada uno, su gracia da más o menos fruto.

Hay una pequeña dificultad con la que se encuentran los sacerdotes recién ordenados. Y es el día en que tienen que predicar sobre el Evangelio que habla de la genealogía de Jesucristo.

«Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, Jacob engendró a Judá y a sus hermanos, Judá engendró a Fares, etc» (Mt 1, 1–17: Evangelio de la Misa del 17 de diciembre)

Continúa todo el texto, diciendo nombres, uno detrás de otro, de varones y mujeres.

–Y yo ¿qué digo sobre esto?, piensan.

Con el pasar de los años, te das cuenta de que se trata de uno de los pasajes del que se pueden sacar muchas cosas.

Son versículos importantes, porque demuestran que Jesús procede del pueblo de Israel. Que es el Mesías esperado durante tanto tiempo.

En 16 versículos aparecen nombres propios. Personas concretas.

Dios contó con la obediencia de Abraham y de su hijo Isaac; con la laboriosidad de Rut que atrajo la atención de Booz y después se casaron; con la sinceridad de David que supo abrir su corazón y rectificar después de graves pecados...

Contó tabién el Señor con la honradez de un rey poco conocido como Asá, etc. (cfr Mt 1, 1–17: Evangelio del día).

Aunque es verdad que no todos los antepasados de Jesús fueron ejemplares. Por ejemplo Salomón empezó bien, haciendo un templo inmenso donde habitaba Dios, pero terminó fatal: adoró a dioses falsos para agradar a sus mujeres: tenía 300 esposas y acabó 700 concubinas.

(No sabemos si estos son números reales o bíblicos, porque parece que es mucha gente).

Leyendo el Antiguo Testamento vemos como Yavhé, en su plan de salvación, fue más deprisa cuando se encontró con gente virtuosa que con los que no lo eran.

Efectivamente dan más fruto los que humanamente son más maduros.

Por eso Dios confió la educación de Jesús a dos personas que llegaron a la plenitud humana: María y José.

En ellos lo divino encajó perfectamente con lo humano. Se vio con claridad los frutos que consigue Dios con personas llenas de humanidad.

Con la ayuda de María y José, Jesús fue creciendo en edad, sabiduría y gracia.

El Señor, durante su vida terrena, también contó con las virtudes de los Apóstoles y de sus discípulos.

Cuando Jesús se fue a los cielos, dejó aquí un centenar de seguidores suyos. Eran pocos en comparación con lo que tenían que hacer, es verdad. Pero eran personas virtuosas.

Los Once Apóstoles fieles, además de estar tres años con el Señor, aprendieron de Él.

Aprendieron a no quejarse cuando no tenían tiempo para comer; a levantarse temprano para rezar; a ser pacientes con los ataques de los fariseos; a ser amables, educados, a saber escuchar los problemas de los demás, a quererles con sus defectos, a tener grande el corazón y perdonar siempre, etc.

Y una vez que aprendieron todo eso, entonces vino el Espíritu Santo, les llenó, y pudieron realizar la expansión de la Iglesia.

Ahora, el Señor necesita contar con nuestras virtudes, para hacer que su gracia de mucho fruto.

Cuanto más virtuosos seamos, más posibilidades hay de que Dios «se digne de hacernos partícipes de su condición divina» (Oración colecta).

–Señor, ayúdanos a practicar las virtudes para disponernos mejor a recibir tu gracia.

Por eso, al hacer apostolado hay que procurar que las personas adquieran las virtudes humanas.

Que sean trabajadoras, alegres, sinceras, ordenadas, generosas con su tiempo, serviciales, prudentes etc. Porque así, la gracia de Dios cala más en las almas.

Es tan importante esto que, la Iglesia, cuando quiere ver el grado de santidad de una persona, lo primero que hace es comprobar si ha vivido las virtudes en grado heroico.

Así ve si merece la pena seguir con el proceso de Canonización.

Vamos a pedirle ahora al Señor, como nos aconsejaba san Josemaría, que esa cadena de virtudes nos ancle en su Corazón (Amigos de Dios, p. 127).

Laboriosa, sincera, generosa, alegre, amable, serena, atenta, delicada, ordenada, comprensiva… así es la Virgen María.

Pidámosle que nos ayude a conseguir las virtudes, para que seamos buenos instrumentos de Dios.

FRODO VIVE

Jesús actúa con misericordia con respecto a los pecadores, porque eso es lo que agrada a Dios (cfr. Evangelio de la Misa: Mt 9, 9-13).
Dios prefiere la misericordia más que los sacrificios (cfr. Primera lectura: Os 6, 3-6 y Evangelio de la Misa).

Y también Jesus nos dice que Él quiere lo mismo que su Padre: porque yo «no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores» (Mt 9, 13).

Comentando este pasaje, dice la Iglesia que Jesús escandalizó a algunos porque identificó su conducta con la de Dios (cf. CEC, 589). Y así era, porque Él es Dios y debía actuar como Dios.
Lo más propio de Dios es la misericordia: un Dios que es tierno hasta abajarse y curar la miseria de sus criaturas más débiles.

–Señor, ayúdanos, porque tenemos necesidad de ti.

Hace unas semanas, dos niñas de Primaria vinieron a verme para pedir que rezara especialmente ese día.

Y remarcaron mucho esto: por los niños pobres que mueren de hambre.

No entendí bien porqué justamente ese día. Hasta que descubrí que en el colegio había habido una campaña de sensibilización, para ayudar a los niños de África.

Con este motivo, habían puesto en los pasillos algunas fotos, en las que se veía la pobreza de esos lugares.

Y eso impactó a las dos representantes que vinieron para pedir que Dios hiciera algo.
Al Señor no le hacen falta campañas de sensibilización. Tiene siempre a la vista nuestra miseria.

Quizá, por eso comía con los pecadores, para facilitarles la conversión.

Jesús se alegra al perdonarnos (cfr. Evangelio de la Misa)

Señor, tu misericordia sana nuestros errores (cfr. Oración postcomunión).

Con su misericordia, Dios alivia el dolor de las almas, elimina nuestros pecados, y nos consuela.

Y como el Señor quiere salvar a todos, aprovecha todo los medios que tiene a su alcance. Y se sirve también de sus criaturas.

Unos instrumentos personalmente son santos y, otros, no lo son.

Los santos han manifestado con su vida la misericordia de Dios. Y lo han hecho de maneras diferentes.

La Madre Teresa, por ejemplo, lo hizo cuidando de los pobres más pobres. Ella decía que el mundo entero era como Calcuta. Un lugar donde siempre habrá personas necesitadas del amor de Dios.

San Josemaría, también se dedicó a los pobres y a los enfermos, entre ellos nació el Opus Dei.

Y también su caridad le llevó a otras formas de ayudar a los demás. Cuando era sacerdote joven estuvo un tiempo viviendo en una residencia de sacerdotes en Madrid.

Desde mayo hasta finales de noviembre de 1927 se alojó allí.

Pocos meses, pero de tal intensidad que la memoria de su paso quedó bien impresa en dos de los sacerdotes, que por entonces componían el grupo de los jóvenes: Avelino Gómez Ledo y Fidel Gómez Colomo.

La convivencia con clérigos mayores o de edad avanzada, refiere don Avelino, exigía «una especial paciencia y comprensión en su trato, de las que daba ejemplo D. Josemaría».

Y cuando éstos dos sacerdotes, con casi ochenta años a sus espaldas, evocan la imagen de su compañero de pensión, don Fidel lo define como «una persona cordial, diáfana, leal».

Y don Avelino recordaba como san Josemaría era el único en felicitarle «cariñosa y sobrenaturalmente» el día de su santo, S. Andrés Avelino. Un santo del que, por no ser muy popular, se desconocía la fecha de su fiesta (cfr Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei, Vol. I, p. 265).

De distintas formas utiliza Dios sus instrumentos para manifestar su misericordia y sus cuidados.

A veces con nuestra dedicación a los enfermos, y otras veces con nuestra delicadeza con los que viven con nosotros.

Pero, decíamos antes que no todos los instrumentos de Dios son tan buenos.

Pues, a pesar de que no todos dan la talla, el Señor consigue en muchas ocasiones llevar hasta el final sus planes de salvación.

En la historia del Señor de los Anillos, un instrumento degenerado está representado por Gollum o Smeagol.

Y al final de este relato, gracias a la malicia de Gollum se realiza la misión. Al morder el dedo de Frodo por fin el Anillo fue destruido.

Esto significa que, al fin y al cabo, todas las criaturas son instrumentos de la misericordia de Dios:

también el mismísimo demonio, que es un instrumento muy bueno, pero a la vez muy indigno.

Por eso hay que fiarse de Dios como hicieron los santos, como hizo Abrahán nuestro padre en la fe (cfr. Segunda lectura de la Misa: Rm 4,18-25).

Por eso nos tenemos que fiar de ti, Señor. Y, a veces hay que creer en ti «contra toda esperanza».

Porque el Señor, en su cariño por nosotros, todo lo organiza para el bien de los que le amamos.

Con el pasar de los años, una circunstancia que no entendíamos la veremos de otra forma: una nota injusta en un examen, un malentendido, un error gordo que tuvimos con una persona...

Estas cosas viéndolas con otra perspectiva, con la que da la fe, nos hace descubrir que aquello nos hizo mucho bien.

Todo lo que hace Dios es para ayudarnos: tiene el sello de su misericordia.

Jesús no vino para juzgarnos sino para ayudarnos.
Así debemos vivir también nosotros, como dice el salmo: siguiendo el «buen camino» de la misericordia.

Siguiendo con el ejemplo del Señor de los Anillos, todos deberíamos ser un poco Frodos.

Y aunque, como Frodo, tengamos miserias, no obstante Dios llevará a término su plan: la destrucción del mal.

La Virgen, al recibir la llamada de Dios, se enteró que una pariente suya, que ya era mayorcita, estaba embarazada.

Y decidió dejar su casa para ir a ayudarle. Ella tenía en su interior a Dios hecho Hombre cuando fue a casa de Isabel.

Como llevaba a Jesús dentro, empezó a llevar, a todos los sitios donde iba, la misericordia de Dios.

Nosotros también podemos llevar a Dios dentro de nosotros, y llevar a mucha gente la alegría.

FORO DE MEDITACIONES

Meditaciones predicables organizadas por varios criterios: tema, edad de los oyentes, calendario.... Muchas de ellas se pueden encontrar también resumidas en forma de homilía en el Foro de Homilías