domingo, 26 de agosto de 2007

1. AMOR A LA CRUZ

El Antiguo Testamento nos habla del «árbol de la vida» plantado en medio de un jardín, era un árbol especial porque en el se daba el conocimiento del bien y del mal.

Ante ese árbol de la vida, se consumó la rebelión, cuando el hombre quiso decidir por si mismo sobre lo que estaba bien y sobre lo que estaba mal.

El primer hombre quiso ser dios sin contar con Dios, es más yendo contra su Creador.

Allí firmó el estatus de separación que hay en todo pecado: desconfía de Dios, Dios no existe para ti. Y aunque existiese, funciona como si no existiera.

En el Deuteronomio vuelve a aparecer el árbol asociado a una maldición:
«Maldito el que cuelga de un árbol»

Pero también se anuncia la función positiva del madero en otros pasajes que, se verán como profecías de la cruz.

Con un bastón de madera golpeó Moisés las aguas del Mar Rojo para que se abrieran (cf Ex 14,16).

Y con un arbusto volvió dulces las aguas amargas de Mará (cf Ex 15,25ss).

En la vida de nuestro Señor la Cruz no es sólo un símbolo, fue una realidad histórica. La Cruz es el instrumento de su condena, de su total destrucción como hombre.

El «madero» (xulon), como con frecuencia se llamaba a la cruz, era el suplicio más infamante, reservado a los esclavos culpables de los mayores delitos.

Cicerón dice que hasta el nombre de la cruz debía mantenerse alejado de un ciudadano romano.

Todo en él estaba pensado para hacer ese suplicio lo más degradante posible. Al condenado se le hacía cargar hasta el lugar de la ejecución, si no con toda la cruz, sí con el madero transversal.

Se le ataba desnudo y después se le clavaba al patíbulo, donde agonizaba presa de convulsiones y sufrimientos atroces, con todo el cuerpo pesando sobre las heridas.

«¡Crucificado!»: en tiempo de los Apóstoles, no se podía escuchar esta palabra sin que un escalofrío de horror atravesase todo el cuerpo.

Para un judío, a eso se añadía la maldición de Dios, pues estaba escrito eso precisamente.

Pero la Cruz es el lugar donde el nuevo Adán dijo sí a Dios por todos los hombres, y para siempre.

La Cruz es donde el nuevo Moisés, con el madero, abrió el nuevo Mar Rojo.

Y con su obediencia, transformó las aguas amargas de la rebelión en las aguas dulces del Bautismo.

La Cruz fue donde dice San Pablo que «Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose por nosotros un maldito» (Ga 3,13).

Y finalmente la Cruz es el nuevo árbol de la vida plantado en medio de la plaza de la ciudad (cf Ap 22,2).

Y esa misma Cruz se hace presente en nuestra vida, en la vida de todo hombre. Y ante ese árbol que vuelve dulce lo más amargo.

Ante ese madero, que para muchas personas es señal de maldición. Los cristianos podemos preguntarnos como hacía los santos:

¿Resignación? ¡No! ¡Amar la Cruz, querer la Cruz ! .

Nosotros queremos la Cruz no porque materialmente sea una cosa dulce, sino que es preciosa porque demuestra lo que nosotros somos capaces de hacer por Dios.

Nada de resignación. Lo nuestro es amar.

Estamos haciendo oración, para ver si el Señor no graba a fuego su Cruz, nos pone ese sello.

Si tenemos la Cruz inscrita en nuestra alma ama es que somos propiedad de Jesucristo.

Y el Señor nos hace suyos, si nos identificamos con su pasión.

Todo esto sin victimismos. Lo nuestro es llevar la Cruz con alegría, y echarle piropos a esas cosas molestas, que nos acercan rápidamente a nuestro Jesús.

–¡Salve, oh Cruz esperanza única! Le decimos ahora como jaculatoria, tal y como dice la Iglesia: ¡Salve, oh Cruz esperanza única!

La vida de los santos estuvo marcada por la Cruz. Lo mismo que la nuestra.

Porque el Señor quiere que demos mucho fruto. Y para eso hay que morir, mediante la mortificación y la penitencia.

Sabemos que la vida de San Josemaría estuvo desde los primeros barruntos hasta el momento de su marcha al Cielo, marcada por la Cruz.

En su crucifijo tenía gravada esta inscripción: –Veo Señor de que manera honras a tus amigos

Es como si dijera, la Santa Cruz me hace amigo de Dios porque con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. .

Digamos con la Iglesia:
–¡Salve, altar! ¡Salve, Víctima gloriosa de la Pasión, donde la Vida sufrió la muerte y con su muerte nos devolvió la Vida!

La Santa Cruz constituye la manifestación máxima del amor de Dios a los hombres.

Y por eso también en nuestro caso la Cruz en la manifestación máxima de nuestro amor a Dios.

–¡Salve, oh Cruz, esperanza única

Manifestación de nuestro Amor, eso es la Cruz, y por eso la amamos.

–Señor, amo la Cruz, porque es lo que me ata a Ti.

Átame a tu Cruz, para que apartes de mí lo que me aparte de Ti.

Y precisamente lo que más separa del Señor, el mayor enemigo del amor a Dios, es el amor propio, y por eso san Josemaría se preguntaba:

Tú hijo mío, ¿eres de verdad amigo de la Cruz?...

Te consideras quizá amante de la Cruz de Cristo y luego a la primera contradicción, cuando tu soberbia ha recibido una bofetada, cuando viene una humillación que crees no merecer, ¿te alzas como una víbora?

Entonces no estás cerca de la Cruz de Cristo.

¿Tu piensas que eres amigo de la Cruz de Cristo...?

Alcanzarás esa amistad si sabes mortificarte...:
la Cruz en la inteligencia, la Cruz en el corazón.

El amor a la santa Cruz, significaría para los primeros cristianos como si nosotros amásemos la horca, como si exaltáramos la guillotina.

¿Os imagináis que en nuestros oratorios pusiéramos un ahorcado?

María no estaba sola junto a la Cruz; con ella estaban otras mujeres, además de Juan: una hermana suya, más María la de Cleofás y María Magdalena.

Podría parecer que María es una más entre las mujeres que estaban allí presentes.

Los sacerdotes con frecuencia hemos asistidos a funerales de gente joven. Contaba un compañero que recordaba en especial el de un chico:

«Detrás del ataúd iban varias mujeres, todas vestidas de negro y todas llorando. Parecían sufrir todas de la misma manera.

Pero entre ellas había una que era distinta, en la que todos los asistentes pensaban, por la que lloraban y a la que dirigían furtivamente la mirada: la madre.

Tenía los ojos fijos en el ataúd, como petrificados, y se veía que sus labios repetían sin descanso el nombre de su hijo. Cuando, al Sanctus, todos se pusieron a decir con el sacerdote "Santo, santo, santo es el Señor, Dios del universo...", también ella susurró mecánicamente "Santo, santo, santo...".

Y en aquel momento yo pensé en María al pie de la cruz.» decía este sacerdote
Pero a María se le pidió algo más difícil que a una mujer que llora por la perdida de un hijo joven.

A María se le pidió que perdonase a los que mataban a su Hijo.

Cuando oyó a su Hijo decir: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Le 23,34), María comprendió enseguida lo que el Padre esperaba también de ella: que dijese también en su corazón esas mismas palabras:
«Padre, perdónalos...»

Y María perdonó, porque nos amaba también a nosotros.

¡Que cosa más dolorosa para la Virgen.

A ella le cuadran perfectamente las palabras que San Josemaría tenía en su crucifijo:
–Veo Señor de que manera honras a tus amigos.

–Veo Señor de que manera honraste a tu Madre.

–Pues aunque todos os abandonaran yo, junto a los que estemos en esta meditaciòn te diría: –Serviam! Te serviré, Señor.

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